En tiempos remotísimos todos los sonidos y ruidos tenían su sentido y significación. Lo tenía el martillo del herrero al dar contra el yunque, y el cepillo del carpintero al labrar la madera, y la rueda del molino al ponerse en acción. Decía ésta, con su tableteo: "¡Ayúdanos, Señor Dios! ¡Ayúdanos, Señor Dios!". Y si el molinero era un ladrón, al poner en marcha el molino, hablaba éste en buen castellano y empezaba preguntando, lentamente:
- ¿Quién hay? ¿Quién hay? - y luego contestaba con rapidez -: ¡El molinero! ¡El molinero! - y, finalmente, a toda velocidad -: ¡Roba sin temor, roba sin temor! ¡Del tonel, tres sextos!
Por aquellos tiempos, incluso las aves tenían su propio lenguaje, inteligible para todo el mundo; hoy en día suena a gorjeos, chillidos o silbidos y, en algunos pájaros, a música sin palabras. Pero he aquí que se les metió a las aves en el meollo la idea de que necesitaban un jefe que las mandase, y decidieron elegir un rey. Sólo una, el avefría, se manifestó disconforme: siempre había vivido libre, y libre quería morir; y, así, todo era volar de un lado para otro, angustiada y gritando:
- ¿Adónde voy, adónde voy? - hasta que se retiró a los pantanos solitarios y desiertos, sin dejarse ver de sus semejantes.
Las demás aves decidieron deliberar sobre el asunto, y una hermosa mañana de mayo, saliendo de bosques y campos, se congregaron: el águila, el pinzón, la lechuza, el grajo, la alondra, el gorrión... ¿Para qué mencionarlas todas? Incluso acudieron el cuclillo y la abubilla, su sacristán, así llamado porque siempre se deja oír unos días antes que la abubilla. Y también compareció un pajarillo muy pequeñín, que todavía no tenía nombre. La gallina, que, casualmente, no se había enterado del asunto, admiróse al ver aquella enorme concentración:
- Ca-ca-ca-cá, ¿qué pasa ahí? - púsose a cacarear. Pero el gallo la tranquilizó, explicándole el objeto de la asamblea.
Decidióse que sería rey el que fuese capaz de volar a mayor altura. Una rana de zarzal que contemplaba todo desde una mata, exclamó, en tono de advertencia, al oír aquello:
- ¡Natt-natt-natt! ¡Natt-natt-natt! -, convencida de que la decisión haría verter muchas lágrimas. Pero el grajo replicó:
- ¡Cuark ok! -, significando que todo se resolvería pacíficamente.
Acordaron que se efectuaría la prueba aquella misma mañana, para que nadie pudiese luego decir:
- Yo habría volado más alto; pero llegó la noche y tuve que bajar.
Ya de acuerdo, a una señal convenida elevóse en los aires aquel tropel de aves. Levantóse una gran polvareda en el campo, prodújose un estruendoso rumoreo y aleteo, y pareció como si una nube negra cubriese el cielo. Las aves pequeñas no tardaron en quedar rezagadas; agotadas su fuerzas, volvieron a la tierra. Las mayores resistieron más, aunque ninguna pudo rivalizar con el águila, la cual subió tan alto que habría podido sacar los ojos al sol a picotazos. Al ver que ninguna otra le seguía, pensó: "¿Para qué subir más? Indudablemente, soy la reina", y empezó a descender. Las demás aves, desde el suelo, la recibieron al grito de:
- ¡Tú serás nuestra reina; nadie ha volado a mayor altura que tú!
- ¡Excepto yo! - exclamó el pequeñuelo sin nombre, que se había escondido entre las plumas del águila. Y como no se había fatigado, pudo seguir subiendo, tanto, que llegó a ver a Dios Nuestro Señor sentado en su trono. Y, una vez arriba, recogió las alas y se dejó caer como un plomo, gritando, con su voz fina y penetrante:
- ¡Rey soy yo! ¡Rey soy yo!
- ¿Tú nuestro rey? - protestaron las aves, airadas -. Has ganado con engaño y astucia.
Y entonces pusieron otra condición. Sería rey aquel que fuese capaz de meterse más profundamente en la tierra. ¡Era de ver cómo el ganso restregaba el ancho pecho contra el suelo! ¡Con cuánto vigor abrió el gallo un agujero! El pato fue el menos afortunado, pues si bien saltó a un foso, torcióse las patas y echó a correr, anadeando, hasta la charca próxima, mientras gritaba:
- ¡Güek, güek! - que quiere decir: "¡mal negocio!". En cambio, el pequeño sin nombre se buscó un agujero de ratón. Metióse en él, y desde el fondo, gritó con su voz fina:
- ¡Rey soy yo! ¡Rey soy yo!
- ¿Tú nuestro rey? - repitieron las aves, más indignadas todavía -. ¿Piensas que van a valerte tus ardides?
Y decidieron retenerlo prisionero en la madriguera, condenándolo a morir de hambre. Para ello, encargaron de su custodia a la lechuza, con la consigna de no dejar escapar al bribonzuelo, bajo pena de muerte. Al llegar la noche, todas las aves, cansadas del ejercicio de vuelo a que habían debido someterse, se retiraron a sus respectivas moradas, con sus esposas e hijos; sólo la lechuza se quedó junto al agujero del ratón, con los grandes ojos clavados en la entrada. Sin embargo, como también ella se sintiera cansada, pensó: "Bien puedo cerrar un ojo; velaré con el otro, y este diablillo no escapará de la ratonera". Y, así, cerró un ojo, manteniendo el otro clavado en la madriguera. El pajarillo sacaba de vez en cuando la cabeza con el propósito de escapar; mas la lechuza seguía vigilante, y él no tenía más remedio que meterse de nuevo en el escondite. Al cabo de un rato, la lechuza cambió de ojo para descansar el primero, con la idea de relevarlos hasta que llegase la mañana. Pero una vez que cerró uno, se olvidó de abrir el otro y se quedó dormida. El pequeñuelo no tardó en darse cuenta de ello y se escapó.
Desde entonces, la lechuza no puede dejarse ver durante el día; de lo contrario, todas las demás aves la persiguen y la cosen a picotazos. De aquí que únicamente salga a volar por la noche y de que odie y persiga a los ratones, a causa de los agujeros que se abren. Tampoco el pajarillo se presenta mucho en público, temeroso de perder la cabeza si lo cogen. Se oculta entre los setos, y. cuando cree estar muy seguro, suele gritar todavía:
¡Rey soy yo! - por lo cual las demás aves lo llaman, en son de burla, el reyezuelo.
Pero ninguna sintióse tan contenta como la alondra, pues no tenía que obedecer al reyezuelo. En cuanto el sol aparece en el horizonte, se eleva en los aires y canta:
- ¡Ah, qué bello es! ¡Bello, bello! ¡Ah, qué bello es!
In den alten Zeiten, da hatte jeder Klang noch Sinn und Bedeutung. Wenn der Hammer des Schmieds ertönte, so rief er: "Smiet mi to! Smiet mi to!" Wenn der Hobel des Tischlers schnarrte, so sprach er: "Dor häst! Dor, dor häst!" Fing das Räderwerk der Mühle an zu klappern, so sprach es: "Help, Herr Gott! Help, Herr Gott!", und war der Müller ein Betrüger und ließ die Mühle an, so sprach sie hochdeutsch und fragte erst langsam: "Wer ist da? Wer ist da?", dann antwortete sie schnell: "Der Müller! Der Müller!", und endlich ganz geschwind: "Stiehlt tapfer, stiehlt tapfer, vom Achtel drei Sechter."
Zu dieser Zeit hatten auch die Vögel ihre eigene Sprache, die jedermann verstand, jetzt lautet es nur wie ein Zwitschern, Kreischen und Pfeifen und bei einigen wie Musik ohne Worte. Es kam aber den Vögeln in den Sinn, sie wollten nicht länger ohne Herrn sein und einen unter sich zu ihrem König wählen. Nur einer von ihnen, der Kiebitz, war dagegen; frei hatte er gelebt, und frei wollte er sterben, und angstvoll hin und her fliegend rief er: "Wo bliew ick? Wo bliew ick?" Er zog sich zurück in einsame und unbesuchte Sümpfe und zeigte sich nicht wieder unter seinesgleichen.
Die Vögel wollten sich nun über die Sache besprechen, und an einem schönen Maimorgen kamen sie alle aus Wäldern und Feldern zusammen, Adler und Buchfinke, Eule und Krähe, Lerche und Sperling, was soll ich sie alle nennen? Selbst der Kuckuck kam und der Wiedehopf, sein Küster, der so heißt, weil er sich immer ein paar Tage früher hören läßt; auch ein ganz kleiner Vogel, der noch keinen Namen hatte, mischte sich unter die Schar. Das Huhn, das zufällig von der ganzen Sache nichts gehört hatte, verwunderte sich über die große Versammlung.
"Wat, wat, wat is den dar to don?" gackerte es, aber der Hahn beruhigte seine liebe Henne und sagte: "Luter riek Lüd!", erzählte ihr auch, was sie vorhätten. Es ward aber beschlossen, daß der König sein sollte, der am höchsten fliegen könnte. Ein Laubfrosch, der im Gebüsche saß, rief, als er das hörte, warnend: "Natt, natt, natt! Natt, natt, natt!", weil er meinte, es würden deshalb viel Tränen vergossen werden. Die Krähe aber sagte: "Quark ok!", es sollte alles friedlich abgehen.
Es ward nun beschlossen, sie wollten gleich an diesem schönen Morgen aufsteigen, damit niemand hinterher sagen könnte: "Ich wäre wohl noch höher geflogen, aber der Abend kam, da konnte ich nicht mehr." Auf ein gegebenes Zeichen erhob sich also die ganze Schar in die Lüfte. Der Staub stieg da von dem Felde auf, es war ein gewaltiges Sausen und Brausen und Fittichschlagen, und es sah aus, als wenn eine schwarze Wolke dahinzöge. Die kleinern Vögel aber blieben bald zurück, konnten nicht weiter und fielen wieder auf die Erde. Die größern hielten's länger aus, aber keiner konnte es dem Adler gleichtun, der stieg so hoch, daß er der Sonne hätte die Augen aushacken können. Und als er sah, daß die andern nicht zu ihm herauf konnten, so dachte er: Was willst du noch höher fliegen, du bist doch der König, und fing an sich wieder herabzulassen. Die Vögel unter ihm riefen ihm alle gleich zu: "Du mußt unser König sein, keiner ist höher geflogen als du."
"Ausgenommen ich", schrie der kleine Kerl ohne Namen, der sich in die Brustfedern des Adlers verkrochen hatte. Und da er nicht müde war, so stieg er auf und stieg so hoch, daß er Gott auf seinem Stuhle konnte sitzen sehen. Als er aber so weit gekommen war, legte er seine Flügel zusammen, sank herab und rief unten mit feiner, durchdringender Stimme: "König bün ick! König bün ick!"
"Du unser König?" schrien die Vögel zornig. "Durch Ränke und Listen hast du es dahin gebracht." Sie machten eine andere Bedingung, der sollte ihr König sein, der am tiefsten in die Erde fallen könnte. Wie klatschte da die Gans mit ihrer breiten Brust wieder auf das Land! Wie scharrte der Hahn schnell ein Loch! Die Ente kam am schlimmsten weg, sie sprang in einen Graben, verrenkte sich aber die Beine und watschelte fort zum nahen Teiche mit dem Ausruf: "Pracherwerk! Pracherwerk!" Der Kleine ohne Namen aber suchte ein Mäuseloch, schlüpfte hinab und rief mit seiner feinen Stimme heraus: "König bün ick! König bün ick!"
"Du unser König?" riefen die Vögel noch zorniger. "Meinst du, deine Listen sollten gelten?" Sie beschlossen, ihn in seinem Loch gefangenzuhalten und auszuhungern. Die Eule ward als Wache davorgestellt; sie sollte den Schelm nicht herauslassen, so lieb ihr das Leben wäre. Als es aber Abend geworden war und die Vögel von der Anstrengung beim Fliegen große Müdigkeit empfanden, so gingen sie mit Weib und Kind zu Bett. Die Eule allein blieb bei dem Mäuseloch stehen und blickte mit ihren großen Augen unverwandt hinein.
Indessen war sie auch müde geworden und dachte: Ein Auge kannst du wohl zutun, du wachst ja noch mit dem andern, und der kleine Bösewicht soll nicht aus seinem Loch heraus. Also tat sie das eine Auge zu und schaute mit dem andern steif auf das Mäuseloch. Der kleine Kerl guckte mit dem Kopf heraus und wollte wegwitschen, aber die Eule trat gleich davor, und er zog den Kopf wieder zurück. Dann tat die Eule das eine Auge wieder auf und das andere zu und wollte so die ganze Nacht abwechseln. Aber als sie das eine Auge wieder zumachte, vergaß sie das andere aufzutun, und sobald die beiden Augen zu waren, schlief sie ein. Der Kleine merkte das bald und schlüpfte weg.
Von der Zeit an darf sich die Eule nicht mehr am Tage sehen lassen, sonst sind die andern Vögel hinter ihr her und zerzausen ihr das Fell. Sie fliegt nur zur Nachtzeit aus, haßt aber und verfolgt die Mäuse, weil sie solche böse Löcher machen. Auch der kleine Vogel läßt sich nicht gerne sehen, weil er fürchtet, es ginge ihm an den Kragen, wenn er erwischt würde. Er schlüpft in den Zäunen herum, und wenn er ganz sicher ist, ruft er wohl zuweilen: "König bün ick!", und deshalb nennen ihn die andern Vögel aus Spott Zaunkönig.
Niemand aber war froher als die Lerche, daß sie dem Zaunkönig nicht zu gehorchen brauchte. Wie sich die Sonne blicken läßt, steigt sie in die Lüfte und ruft: "Ach, wo is dat schön! Schön is dat! Schön! Schön! Ach, wo is dat schön!"