Nadie diga que un pobre sastre no puede llegar lejos ni alcanzar altos honores. Basta para ello que acierte con la oportunidad, y, esto es lo principal, que tenga suerte.
Un oficialillo gentil e ingenioso de esta clase, se marchó un día a correr mundo. Llegó a un gran bosque, para él desconocido, y se extravió en su espesura. Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en aquella espantosa soledad. Cierto que habría podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo; pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo, y, al fin, se decidió a trepar a un árbol para pasar en él la noche. Escogió un alto roble y subió hasta la copa, dando gracias a Dios por llevar encima su plancha, ya que, de otro modo, el viento, que soplaba entre las copas de los árboles, se lo habría llevado volando.
Pasó varias horas en completa oscuridad, entre temblores y zozobras, hasta que, al fin, vio a poca distancia el brillo de una luz. Suponiendo que se trataba de una casa, que le ofrecería un refugio mejor que el de las ramas de un árbol, bajó cautelosamente y se encaminó hacia el lugar de donde venía la luz. Encontróse con una cabaña, construida de cañas y juncos trenzados. Llamó animosamente, abrióse la puerta y, al resplandor de la lámpara, vio a un viejecito de canos cabellos, que llevaba un vestido hecho de retales de diversos colores.
- ¿Quién sois y qué queréis? - preguntóle el vejete con voz estridente.
- Soy un pobre sastre - respondió él - a quien ha sorprendido la noche en el bosque. Os ruego encarecidamente que me deis alojamiento en vuestra choza hasta mañana.
- ¡Sigue tu camino! - replicó el viejo de mal talante -. No quiero tratos con vagabundos. Búscate acomodo en otra parte.
Y se disponía a cerrar la puerta; pero el sastre lo agarró por el borde del vestido y le suplicó con tanta vehemencia, que, al fin, el hombrecillo, que en el fondo no era tan malo como parecía, se ablandó y lo acogió en la choza; le dio de comer y le preparó un buen lecho en un rincón.
No necesitó el cansado sastre que lo mecieran y durmió con un dulce sueño hasta muy entrada la mañana; y sabe Dios a qué hora se habría despertado de no haber sido por un gran alboroto de gritos y mugidos que resonó de repente a través de las endebles paredes de la choza. Sintiendo nacer en su alma un inesperado valor, levantóse de un salto, se vistió a toda prisa y salió fuera. Allí vio, muy cerca de la cabaña, que un enorme toro negro y un magnífico ciervo se hallaban enzarzados en furiosa pelea. Acometíanse mutuamente con tal fiereza, que el suelo retemblaba con su pataleo, y vibraba el aire con sus gritos. Durante largo rato estuvo indecisa la victoria, hasta que, al fin, el ciervo hundió la cornamenta en el cuerpo de su adversario, éste se desplomó con un horrible rugido, y fue rematado por el ciervo a cornadas.
El sastre, que había asistido, asombrado, a la batalla, permanecía aún inmóvil cuando el ciervo corriendo a grandes saltos hacia él, sin darle tiempo de huir, lo ahorquilló con su poderosa cornamenta.
No pudo el hombre entregarse a largas reflexiones, pues el animal, en desenfrenada carrera, lo llevaba campo a través, por montes y valles, prados y bosques. Agarrándose firmemente a los extremos de la cuerna abandonóse al destino. Tenía la impresión de estar volando. Al fin se detuvo el ciervo ante un muro de roca, y depositó suavemente al sastre en el suelo. Éste, más muerto que vivo, recobró sus sentidos al cabo de mucho rato. Cuando estaba ya, hasta cierto punto, en sus cabales, vio que el ciervo embestía con gran furia contra una puerta que había en la roca y que se abrió bruscamente. Por el hueco salieron grandes llamaradas, seguidas de un denso vapor, que ocultó el ciervo a sus ojos. No sabía el hombre qué hacer ni adónde dirigirse para escapar de aquellas soledades y hallarse de nuevo entre los hombres. Estaba indeciso y atemorizado cuando oyó una voz, que salía de la roca y que le decía:
- Entra sin temor, no sufrirás daño alguno.
El sastre vaciló unos momentos, hasta que, impulsado por una fuerza misteriosa, avanzó, obedeciendo el dictado de la voz. A través de una puerta de hierro llegó a una espaciosa sala, cuyo techo, paredes y suelo eran de sillares brillantemente pulimentados, en cada uno de los cuales estaba grabado un signo indescifrable. Lo contempló todo con muda admiración, y ya se disponía a salir cuando dejóse oír nuevamente la voz misteriosa:
- Ponte sobre la piedra que hay en el centro de la sala; te espera una gran dicha.
Tanto se había envalentonado nuestro hombre, que ya no vaciló en seguir las instrucciones de la voz. La piedra empezó a ceder bajo sus pies y fue hundiéndose lentamente tierra adentro. Cuando se detuvo, el sastre miró a su alrededor y vio que se encontraba en otra sala, de dimensiones iguales a la primera; pero en ella había más cosas dignas de ser consideradas y admiradas. En las paredes había huecos a modo de nichos que contenían vasijas de transparente cristal, llenas de esencias de color o de un humo azulado. En el suelo, colocadas frente a frente, veíanse dos grandes urnas de cristal, que en seguida atrajeron su atención. Al acercarse a una de ellas pudo contemplar en su interior un hermoso edificio, semejante a un palacio, rodeado de cuadras, graneros y otras dependencias. Todo era en miniatura, pero sutil y delicadamente labrado, como obra de un hábil artífice.
Seguramente habría continuado sumido en la contemplación de aquella magnificencia, de no haberse dejado oír de nuevo la voz, invitándole a volverse y mirar la otra urna de cristal.
¡Cuál sería su asombro al ver en ella a una muchacha de divina belleza. Parecía dormida, y su larguísima cabellera rubia la envolvía como un precioso manto. Tenía cerrados los ojos, pero el color sonrosado de su rostro y una cinta que se movía al compás de su respiración, no permitía dudar de que vivía. Contemplaba el sastre a la hermosa doncella de palpitante corazón, cuando de pronto abrió ella los ojos y, al distinguir al mozo, prorrumpió en un grito de alegría:
- ¡Santo cielo! ¡Ha llegado la hora de mi liberación! ¡De prisa, de prisa, ayúdame a salir de esta cárcel! Si descorres el cerrojo de este féretro de cristal, quedaré desencantada.
Obedeció el sastre sin titubear; levantó ella la tapa de cristal, salió del féretro y corrió a un ángulo de la sala, donde se cubrió con un amplio manto. Sentándose luego sobre una piedra, llamó a su lado al joven y, después de besarlo en señal de amistad, le dijo:
- ¡Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras.
"Soy hija de un opulento conde. Mis padres murieron siendo yo aún muy niña, y en su testamento me confiaron a la tutela de mi hermano mayor, quien cuidó de mi educación. Nos queríamos tiernamente, y marchábamos tan acordes en todos nuestros pensamientos e inclinaciones, que tomamos la resolución de no casarnos jamás y vivir juntos hasta el término de nuestros días. Nunca faltaban visitantes en nuestra casa: vecinos y forasteros acudían a menudo y a todos les dábamos espléndida hospitalidad.
"Un anochecer llegó a caballo, a nuestro castillo, un extranjero que nos pidió alojamiento para la noche, pues no podía ya seguir hasta el próximo pueblo. Atendimos su ruego con la cortesía del caso, y durante la cena nos entretuvo con su charla y sus relatos. Mi hermano se sintió tan a gusto en su compañía, que le rogó se quedase con nosotros un par de días, a lo cual accedió él después de oponer algunos reparos. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche, asignarnos una habitación al forastero, y yo, sintiéndome cansada, me fui a pedir descanso a las blandas plumas. Empezaba a adormecerme cuando me desvelaron los acordes de una música delicada y melodiosa.
No sabiendo de dónde venía, quise llamar a mi doncella, que dormía en una habitación contigua. Pero con gran asombro me di cuenta de que, como si oprimiera mi pecho una horrible pesadilla, estaba privada de la voz y no conseguía emitir el menor sonido. Al mismo tiempo, a la luz de la lámpara, vi entrar al extranjero en mi aposento, pese a estar cerrado sólidamente con doble puerta. Acercándoseme, me dijo que, valiéndose de la virtud mágica de que estaba dotado, había producido aquella hermosa música para mantenerme despierta, y ahora venía, sin que fuesen obstáculo las cerraduras, a ofrecerme su corazón y su mano.
"Pero mi repugnancia por sus artes diabólicas era tan grande que ni me digné contestarle. Permaneció él un rato inmóvil, de pie, sin duda esperando una respuesta favorable; pero al ver que yo persistía en mi silencio, me declaró, airado, que hallaría el medio de vengarse y castigar mi soberbia, después de lo cual volvió a salir de la estancia.
"Pasé la noche agitadísima, sin poder conciliar el sueño hasta la madrugada. Al despertarme, corrí en busca de mi hermano para contarle lo sucedido; pero no lo encontré en su habitación. Su criado me dijo que, al apuntar el día había salido de caza con el forastero.
"Agitada por sombríos presentimientos me vestí a toda prisa, mandé ensillar mi jaca y, seguida de un criado, me dirigí al galope hacia el bosque. El caballo de mi criado tropezó y se rompió una pata, por lo que el hombre no pudo acompañarme, mientras yo proseguía mi ruta sin detenerme. A los pocos minutos vi al forastero, que se dirigía hacia mí conduciendo un hermoso ciervo atado de una cuerda. Sintiendo en mí pecho una ira irrefrenable, saqué una pistola y la disparé contra el monstruo; pero la bala rebotó en su pecho y fue a herir la cabeza de mi jaca. Caí al suelo, y el extranjero murmuró unas palabras que me dejaron sin sentido.
"Al volver en mí, encontréme en esta fosa subterránea, encerrada en este ataúd de cristal. Volvió a presentarse el brujo y me comunicó que mí hermano estaba transformado en ciervo; mi palacio, reducido a miniatura, con todas sus dependencias, recluido en esta arca de cristal, y mis gentes, convertidas en humo, aprisionadas en frascos de vidrio. Si yo accedía a sus pretensiones, le sería facilísimo volverlo todo a su estado primitivo. No tenía más que abrir los frascos y las urnas, y todo recobraría su condición y forma naturales. Yo no le respondí, como la vez anterior, y entonces él desapareció, dejándome en mi prisión, donde quedé sumida en profundo sueño. Entre las visiones que pasaron por mi alma hubo una, consoladora: la de un joven que venía a rescatarme. Y hoy, al abrir los ojos, te he visto, y, así, se ha trocado el sueño en realidad. Ayúdame ahora a efectuar las demás cosas que sucedieron en mi sueño: lo primero es colocar sobre aquella gran losa el arca de cristal que contiene mi palacio".
No bien gravitó, sobre la piedra el peso del arca, empezó a elevarse, arrastrando a la doncella y al mozo, y, por la abertura del techo, llegó a la superior, desde la cual les fue fácil salir al aire libre. Allí, la muchacha abrió la tapa y fue maravilloso presenciar cómo se agrandaban rápidamente el palacio, las casas y las dependencias, hasta alcanzar sus dimensiones naturales. Volviendo luego a la bóveda subterránea, cargaron sobre la piedra los frascos llenos de esencias y vapores, y, en cuanto la doncella los hubo destapado, salieron de ellos el humo azul, transformándose en personas vivientes, en quienes la condesita reconoció a sus criados y servidores. Y su alegría llegó al colmo cuando el hermano, que, siendo ciervo había dado muerte al brujo en figura de toro, se les presentó viniendo del bosque. Aquel mismo día, la doncella, cumpliendo su promesa, dio al venturoso sastre su mano ante el altar.
Sage niemand, daß ein armer Schneider es nicht weit bringen und nicht zu hohen Ehren gelangen könne, es ist weiter gar nichts nötig, als daß er an die rechte Schmiede kommt und, was die Hauptsache ist, daß es ihm glückt. Ein solches artiges und behendes Schneiderbürschchen ging einmal seiner Wanderschaft nach und kam in einen großen Wald, und weil es den Weg nicht wußte, verirrte es sich. Die Nacht brach ein, und es blieb ihm nichts übrig, als in dieser schauerlichen Einsamkeit ein Lager zu suchen. Auf dem weichen Moose hätte er freilich ein gutes Bett gefunden, allein die Furcht vor den wilden Tieren ließ ihm da keine Ruhe, und er mußte sich endlich entschließen, auf einem Baume zu übernachten. Er suchte eine hohe Eiche, stieg bis in den Gipfel hinauf und dankte Gott, daß er sein Bügeleisen bei sich trug, weil ihn sonst der Wind, der über die Gipfel der Bäume wehete, weggeführt hätte.
Nachdem er einige Stunden in der Finsternis, nicht ohne Zittern und Zagen, zugebracht hatte, erblickte er in geringer Entfernung den Schein eines Lichtes; und weil er dachte, daß da eine menschliche Wohnung sein möchte, wo er sich besser befinden würde als auf den Ästen eines Baums, so stieg er vorsichtig herab und ging dem Lichte nach. Es leitete ihn zu einem kleinen Häuschen, das aus Rohr und Binsen geflochten war. Er klopfte mutig an, die Türe öffnete sich, und bei dem Scheine des herausfallenden Lichtes sah er ein altes eisgraues Männchen, das ein von buntfarbigen Lappen zusammengesetztes Kleid anhatte. 'Wer seid Ihr, und was wollt Ihr?' fragte es mit einer schnarrenden Stimme. 'Ich bin ein armer Schneider,' antwortete er, 'den die Nacht hier in der Wildnis überfallen hat, und bitte Euch inständig, mich bis morgen in Eurer Hütte aufzunehmen.' 'Geh deiner Wege,' erwiderte der Alte mit mürrischem Tone, 'mit Landstreichern will ich nichts zu schaffen haben; suche dir anderwärts ein Unterkommen.' Nach diesen Worten wollte er wieder in sein Haus schlüpfen, aber der Schneider hielt ihn am Rockzipfel fest und bat so beweglich, daß der Alte, der so böse nicht war, als er sich anstellte, endlich erweicht ward und ihn mit in seine Hütte nahm, wo er ihm zu essen gab und dann in einem Winkel ein ganz gutes Nachtlager anwies.
Der müde Schneider brauchte keines Einwiegens, sondern schlief sanft bis an den Morgen, würde auch noch nicht an das Aufstehen gedacht haben, wenn er nicht von einem lauten Lärm wäre aufgeschreckt worden. Ein heftiges Schreien und Brüllen drang durch die dünnen Wände des Hauses. Der Schneider, den ein unerwarteter Mut überkam, sprang auf, zog in der Hast seine Kleider an und eilte hinaus. Da erblickte er nahe bei dem Häuschen einen großen schwarzen Stier und einen schönen Hirsch, die in dem heftigsten Kampfe begriffen waren. Sie gingen mit so großer Wut aufeinander los, daß von ihrem Getrampel der Boden erzitterte, und die Luft von ihrem Geschrei erdröhnte. Es war lange ungewiß, welcher von beiden den Sieg davontragen würde: endlich stieß der Hirsch seinem Gegner das Geweih in den Leib, worauf der Stier mit entsetzlichem Brüllen zur Erde sank, und durch einige Schläge des Hirsches völlig getötet ward.
Der Schneider, welcher dem Kampfe mit Erstaunen zugesehen hatte, stand noch unbeweglich da, als der Hirsch in vollen Sprüngen auf ihn zueilte und ihn, ehe er entfliehen konnte, mit seinem großen Geweihe geradezu aufgabelte. Er konnte sich nicht lange besinnen, denn es ging schnellen Laufes fort über Stock und Stein, Berg und Tal, Wiese und Wald. Er hielt sich mit beiden Händen an den Enden des Geweihes fest und überließ sich seinem Schicksal. Es kam ihm aber nicht anders vor, als flöge er davon. Endlich hielt der Hirsch vor einer Felsenwand still und ließ den Schneider sanft herabfallen. Der Schneider, mehr tot als lebendig, bedurfte längerer Zeit, um wieder zur Besinnung zu kommen. Als er sich einigermaßen erholt hatte, stieß der Hirsch, der neben ihm stehen geblieben war, sein Geweih mit solcher Gewalt gegen eine in dem Felsen befindliche Türe, daß sie aufsprang. Feuerflammen schlugen heraus, auf welche ein großer Dampf folgte, der den Hirsch seinen Augen entzog. Der Schneider wußte nicht, was er tun und wohin er sich wenden sollte, um aus dieser Einöde wieder unter Menschen zu gelangen. Indem er also unschlüssig stand, tönte eine Stimme aus dem Felsen, die ihm zurief 'tritt ohne Furcht herein, dir soll kein Leid widerfahren.' Er zauderte zwar, doch, von einer heimlichen Gewalt angetrieben, gehorchte er der Stimme und gelangte durch die eiserne Tür in einen großen geräumigen Saal, dessen Decke, Wände und Boden aus glänzend geschliffenen Quadratsteinen bestanden, auf deren jedem ihm unbekannte Zeichen eingehauen waren. Er betrachtete alles voll Bewunderung und war eben im Begriff, wieder hinauszugehen, als er abermals die Stimme vernahm, welche ihm sagte 'tritt auf den Stein, der in der Mitte des Saales liegt, und dein wartet großes Glück.'
Sein Mut war schon so weit gewachsen, daß er dem Befehle Folge leistete. Der Stein begann unter seinen Füßen nachzugeben und sank langsam in die Tiefe hinab. Als er wieder feststand und der Schneider sich umsah, befand er sich in einem Saale, der an Umfang dem vorigen gleich war. Hier aber gab es mehr zu betrachten und zu bewundern. In die Wände waren Vertiefungen eingehauen, in welchen Gefäße von durchsichtigem Glase standen, die mit farbigem Spiritus oder mit einem bläulichen Rauche angefüllt waren. Auf dem Boden des Saales standen, einander gegenüber, zwei große gläserne Kasten, die sogleich seine Neugierde reizten. Indem er zu dem einen trat, erblickte er darin ein schönes Gebäude, einem Schlosse ähnlich, von Wirtschaftsgebäuden, Ställen und Scheuern und einer Menge anderer artigen Sachen umgeben. Alles war klein, aber überaus sorgfältig und zierlich gearbeitet, und schien von einer kunstreichen Hand mit der höchsten Genauigkeit ausgeschnitzt zu sein.
Er würde seine Augen von der Betrachtung dieser Seltenheiten noch nicht abgewendet haben, wenn sich nicht die Stimme abermals hätte hören lassen. Sie forderte ihn auf, sich umzukehren und den gegenüberstehenden Glaskasten zu beschauen. Wie stieg seine Verwunderung, als er darin ein Mädchen von größter Schönheit erblickte. Es lag wie im Schlafe, und war in lange blonde Haare wie in einen kostbaren Mantel eingehüllt. Die Augen waren fest geschlossen, doch die lebhafte Gesichtsfarbe und ein Band, das der Atem hin und her bewegte, ließen keinen Zweifel an ihrem Leben. Der Schneider betrachtete die Schöne mit klopfendem Herzen, als sie plötzlich die Augen aufschlug und bei seinem Anblick in freudigem Schrecken zusammenfuhr. 'Gerechter Himmel,' rief sie, 'meine Befreiung naht! geschwind, geschwind, hilf mir aus meinem Gefängnis: wenn du den Riegel an diesem gläsernen Sarg wegschiebst, so bin ich erlöst.' Der Schneider gehorchte ohne Zaudern, alsbald hob sie den Glasdeckel in die Höhe, stieg heraus und eilte in die Ecke des Saals, wo sie sich in einen weiten Mantel verhüllte. Dann setzte sie sich auf einen Stein nieder, hieß den jungen Mann herangehen, und nachdem sie einen freundlichen Kuß auf seinen Mund gedrückt hatte, sprach sie 'mein lang ersehnter Befreier, der gütige Himmel hat mich zu dir geführt und meinen Leiden ein Ziel gesetzt. An demselben Tage, wo sie endigen, soll dein Glück beginnen. Du bist der vom Himmel bestimmte Gemahl, und sollst, von mir geliebt und mit allen irdischen Gütern überhäuft, in ungestörter Freud dein Leben zubringen. Sitz nieder und höre die Erzählung meines Schicksals.
Ich bin die Tochter eines reichen Grafen. Meine Eltern starben, als ich noch in zarter Jugend war, und empfahlen mich in ihrem letzten Willen meinem älteren Bruder, bei dem ich auferzogen wurde. Wir liebten uns so zärtlich und waren so übereinstimmend in unserer Denkungsart und unsern Neigungen, daß wir beide den Entschluß faßten, uns niemals zu verheiraten, sondern bis an das Ende unseres Lebens beisammen zu bleiben. In unserm Hause war an Gesellschaft nie Mangel: Nachbarn und Freunde besuchten uns häufig, und wir übten gegen alle die Gastfreundschaft in vollem Maße. So geschah es auch eines Abends, daß ein Fremder in unser Schloß geritten kam und unter dem Vorgeben, den nächsten Ort nicht mehr erreichen zu können, um ein Nachtlager bat. Wir gewährten seine Bitte mit zuvorkommender Höflichkeit, und er unterhielt uns während des Abendessens mit seinem Gespräche und eingemischten Erzählungen auf das anmutigste. Mein Bruder hatte ein so großes Wohlgefallen an ihm, daß er ihn bat, ein paar Tage bei uns zu verweilen, wozu er nach einigem Weigern einwilligte. Wir standen erst spät in der Nacht vom Tische auf, dem Fremden wurde ein Zimmer angewiesen, und ich eilte, ermüdet, wie ich war, meine Glieder in die weichen Federn zu senken. Kaum war ich ein wenig eingeschlummert, so weckten mich die Töne einer zarten und lieblichen Musik. Da ich nicht begreifen konnte, woher sie kamen, so wollte ich mein im Nebenzimmer schlafendes Kammermädchen rufen, allein zu meinem Erstaunen fand ich, daß mir, als lastete ein Alp auf meiner Brust, von einer unbekannten Gewalt die Sprache benommen und ich unvermögend war, den geringsten Laut von mir zu geben. Indem sah ich bei dem Schein der Nachtlampe den Fremden in mein durch zwei Türen fest verschlossenes Zimmer eintreten. Er näherte sich mir und sagte, daß er durch Zauberkräfte, die ihm zu Gebote ständen, die liebliche Musik habe ertönen lassen, um mich aufzuwecken, und dringe jetzt selbst durch alle Schlösser in der Absicht, mir Herz und Hand anzubieten. Mein Widerwille aber gegen seine Zauberkünste war so groß, daß ich ihn keiner Antwort würdigte. Er blieb eine Zeitlang unbeweglich stehen, wahrscheinlich in der Absicht, einen günstigen Entschluß zu erwarten, als ich aber fortfuhr zu schweigen, erklärte er zornig, daß er sich rächen und Mittel finden werde, meinen Hochmut zu bestrafen, worauf er das Zimmer wieder verließ. Ich brachte die Nacht in höchster Unruhe zu und schlummerte erst gegen Morgen ein. Als ich erwacht war, eilte ich zu meinem Bruder, um ihn von dem, was vorgefallen war, zu benachrichtigen, allein ich fand ihn nicht auf seinem Zimmer, und der Bediente sagte mir, daß er bei anbrechendem Tage mit dem Fremden auf die Jagd geritten sei.
Mir ahnete gleich nichts Gutes. Ich kleidete mich schnell an, ließ meinen Leibzelter satteln und ritt, nur von einem Diener begleitet, in vollem Jagen nach dem Walde. Der Diener stürzte mit dem Pferde und konnte mir, da das Pferd den Fuß gebrochen hatte, nicht folgen. Ich setzte, ohne mich aufzuhalten, meinen Weg fort, und in wenigen Minuten sah ich den Fremden mit einem schönen Hirsch, den er an der Leine führte, auf mich zukommen. Ich fragte ihn, wo er meinen Bruder gelassen habe und wie er zu diesem Hirsche gelangt sei, aus dessen großen Augen ich Tränen fließen sah. Anstatt mir zu antworten, fing er an laut aufzulachen. Ich geriet darüber in höchsten Zorn, zog eine Pistole und drückte sie gegen das Ungeheuer ab, aber die Kugel prallte von seiner Brust zurück und fuhr in den Kopf meines Pferdes. Ich stürzte zur Erde, und der Fremde murmelte einige Worte, die mir das Bewußtsein raubten.
Als ich wieder zur Besinnung kam, fand ich mich in dieser unterirdischen Gruft in einem gläsernen Sarge. Der Schwarzkünstler erschien nochmals, sagte, daß er meinen Bruder in einen Hirsch verwandelt, mein Schloß mit allem Zubehör verkleinert in den andern Glaskasten eingeschlossen und meine in Rauch verwandelten Leute in Glasflaschen gebannt hätte. Wolle ich mich jetzt seinem Wunsche fügen, so sei ihm ein leichtes, alles wieder in den vorigen Stand zu setzen: er brauche nur die Gefäße zu öffnen, so werde alles wieder in die natürliche Gestalt zurückkehren. Ich antwortete ihm so wenig als das erstemal. Er verschwand und ließ mich in meinem Gefängnisse liegen, in welchem mich ein tiefer Schlaf befiel. Unter den Bildern, welche an meiner Seele vorübergingen, war auch das tröstliche, daß ein junger Mann kam und mich befreite, und als ich heute die Augen öffne, so erblicke ich dich und sehe meinen Traum erfüllt. Hilf mir vollbringen, was in jenem Gesichte noch weiter geschah. Das erste ist, daß wir den Glaskasten, in welchem mein Schloß sich befindet, auf jenen breiten Stein heben.'
Der Stein, sobald er beschwert war, hob sich mit dem Fräulein und dem Jüngling in die Höhe und stieg durch die Öffnung der Decke in den obern Saal, wo sie dann leicht ins Freie gelangen konnten. Hier öffnete das Fräulein den Deckel, und es war wunderbar anzusehen, wie Schloß, Häuser und Gehöfte sich ausdehnten und in größter Schnelligkeit zu natürlicher Größe heranwuchsen. Sie kehrten darauf in die unterirdische Höhle zurück und ließen die mit Rauch gefüllten Gläser von dem Steine herauftragen. Kaum hatte das Fräulein die Flaschen geöffnet, so drang der blaue Rauch heraus und verwandelte sich in lebendige Menschen, in welchen das Fräulein ihre Diener und Leute erkannte. Ihre Freude ward noch vermehrt, als ihr Bruder, der den Zauberer in dem Stier getötet hatte, in menschlicher Gestalt aus dem Walde herankam, und noch denselben Tag reichte das Fräulein, ihrem Versprechen gemäß, dem glücklichen Schneider die Hand am Altare.