En remotos tiempos vivía una anciana reina, que era, además, hechicera. Tenía una hija tan hermosa como no se habría encontrado otra bajo el sol. La vieja sólo pensaba en hallar medios para perder a los hombres, y cada vez que llegaba un pretendiente, decíale que quien aspirase a casarse con su hija, debía antes realizar un trabajo, y si no lo lograba, tenía que morir. Muchos lo habían intentado, deslumbrados por la belleza de la muchacha, pero ninguno consiguió jamás realizar lo que la vieja exigiera de él, y, así, fueron decapitados sin piedad.
Mas cierto príncipe, enterado de la gran hermosura de la doncella, dijo a su padre:
- Permitidme que vaya a pretenderla.
- De ninguna manera - respondióle el Rey -. Si lo hicieses, correrías a tu muerte.
Enfermó el hijo gravemente y estuvo siete años entre la vida y la muerte, sin que los médicos encontraran remedio a su mal. Al ver su padre que no había esperanza, lleno el corazón de tristeza, le dijo:
- Vete, pues, a probar suerte. Ya no sé qué más hacer.
Al oír el hijo estas palabras, levantóse del lecho completamente sano y se puso enseguida en camino.
Sucedió que, cabalgando por un erial, vio desde lejos que sobresalía del suelo un bulto semejante a un montón de heno, y al acercarse pudo comprobar que se trataba de la barriga de un individuo que se hallaba echado en aquel lugar; una barriga que era como una montañita. Al ver al caballero, incorporóse el gordo y le dijo:
- Si necesitáis un criado, tomadme a vuestro servicio. Respondióle el príncipe:
- ¿Qué haría yo con un hombre tan voluminoso? - ¡Oh! - exclamó el gordo -. Esto no es nada; si me despliego del todo, puedo ser tres mil veces más gordo.
- En este caso - dijo el príncipe -, tal vez puedas servirme. Vente conmigo.
Y el gordo se marchó con el hijo del Rey. Al cabo de un rato encontráronse con otro sujeto que, tendido en el suelo, mantenía una oreja aplicada contra la hierba. Preguntóle el príncipe:
- ¿Qué estás haciendo ahí?
- Escucho - contestó el otro.
- ¿Y qué escuchas con tanta atención?
- Escucho lo que está ocurriendo en estos momentos en el mundo, pues nada escapa a mi oído; incluso oigo crecer la hierba.
Díjole el príncipe:
- Dime, ¿qué oyes en la Corte de la vieja reina, madre de aquella hermosa doncella?
- Oigo el zumbido de una espada que está cortando la cabeza de un pretendiente - le respondió él.
- Tal vez puedas servirme - exclamó el príncipe -. Vente conmigo.
Siguieron adelante, y de pronto divisaron dos pies y parte de unas piernas, pero no el resto. Al cabo de un buen trecho encontraron el tronco, y luego, la cabeza.
- ¡Caramba! - exclamó el príncipe -. ¡Vaya hombre largo! - ¡Oh! - respondió el largo -. Esto no es nada. Cuando estiro del todo las piernas, soy tres mil veces más alto que la montaña más elevada de la Tierra. Os serviría gustoso si me quisierais emplear.
- Sígueme - dijo el príncipe -. Tal vez puedas servirme.
Avanzaron otro trecho y observaron que al borde del camino había sentado un hombre con los ojos vendados. El príncipe le dijo:
- ¿Tienes, acaso, los ojos enfermos, y te los daña la luz?
- No - respondió el hombre -. No puedo quitarme la venda, pues todo aquello que ven mis ojos vuela en pedazos. Tal es la fuerza de mi mirada. Si en algo puedo serviros, lo haré con gusto.
- Ven conmigo - respondióle el príncipe -. Tal vez puedas servirme.
Y, siguiendo adelante, dieron con otro individuo que, a pesar de estar tumbado bajo un sol tórrido, tiritaba y tenía el cuerpo helado y todos los miembros ateridos.
- ¿Cómo es posible que tengas frío - le dijo el príncipe con este sol que está cayendo?
- ¡Oh! - respondió el desconocido -. Mi naturaleza es especial. Cuanto más calor hace, más frío tengo, y el hielo penetra por todos mis huesos; y cuanto más frío hace, más calor tengo. Y, así, en medio del hielo me derrito de calor, y dentro del fuego me hielo.
- Como raro, lo eres - dijo el príncipe -; pero si quieres servirme, sígueme.
Y, un poco más lejos, vieron a otro hombre que estaba de pie y, estirando el cuello, miraba a su alrededor en dirección de las montañas.
- ¿Qué miras con tanta atención? - preguntóle el hijo del Rey.
- Es tan penetrante mi mirada - dijo el hombre -, que puedo ver a través de bosques y campos, y más allá de montes y valles, hasta los confines del mundo.
Díjole el príncipe:
- Si te apetece, ven conmigo. Necesito un hombre como tú.
Y he aquí que el príncipe, acompañado de sus seis servidores, llegó a la ciudad donde vivía la vieja reina. Sin darse a conocer de ella, le dijo:
- Si queréis otorgarme la mano de vuestra hermosa hija, estoy dispuesto a realizar lo que me mandéis.
Alegre la hechicera al ver que un joven tan apuesto caía en sus redes, respondióle:
- Te señalaré tres trabajos. Si los llevas a buen término, serás señor y esposo de mi hija.
- ¿Cuál es el primero? - preguntó el príncipe.
- Debes traerme el anillo que se me cayó en el Mar Rojo.
Fuese el joven a sus criados y les dijo:
- El primer trabajo no es fácil. Se trata de pescar un anillo del Mar Rojo. ¡A ver cómo os ingeniáis!
Respondió, entonces, el de mirada penetrante:
- Voy a ver si lo localizo - y, nadando al fondo del mar, dijo -: Está sobre una roca puntiaguda.
Intervino el largo, y declaró -: Yo lo sacaría, si pudiese verlo.
- ¡Si no es más que eso! - exclamó el gordo; y, tendiéndose en el suelo, empezó a sorber las olas, como si se precipitasen en un abismo, y se bebió todo el mar, dejándolo seco como un prado. El largo, agachándose un poco, cogió el anillo con la mano. Contento el príncipe al verse en posesión de la joya, fue a entregársela a la Reina, la cual la recibió con asombro, diciendo:
- Sí, éste es el anillo. Has resuelto el primer trabajo; pero ahora viene el segundo. En aquel prado que allí ves, delante del palacio, pacen trescientos bueyes gordos: debes comértelos con piel y pelo, huesos y cuernos. Y abajo, en la bodega, tengo trescientos barriles de vino: tendrás que bebértelos. Y ten presente que si dejas un solo pelo de los bueyes o una sola gota del vino, pagarás con la vida. Preguntó el príncipe:
- ¿No podría tener invitados? Sin compañía, no apetece comer.
La vieja respondió, con una risa maligna:
- Te permito que lleves un invitado para que te acompañe, pero sólo uno.
Regresó el príncipe junto a sus servidores y dijo al gordo: - Hoy serás mi compañero de mesa, y comerás hasta saciarte.
Y el gordo se desplegó y se comió los trescientos bueyes, sin dejar un pelo de ellos; y aún preguntó si aquello era todo lo que había como desayuno. En cuanto al vino, se lo bebió desde los mismos bocoyes, sin necesidad de vaso, y sin dejar una sola gota desde la espita para abajo. Terminado el banquete, fue el hijo del Rey a comunicar a la vieja que quedaba efectuado el segundo trabajo.
Admiróse ella y le dijo:
- Hasta ahora, nadie había llegado tan lejos; pero te queda aún otro cometido - y pensaba: "No te escaparás. Tu cabeza caerá" -. Esta noche - prosiguió - llevaré a mi hija a tu habitación. Deberás rodearla y sujetarla con tu brazo; y guárdate muy bien de dormirte mientras estéis así juntos. Yo iré a las doce en punto, y si no la encuentro en tus brazos, estás perdido.
Pensó el príncipe: "Esto es fácil. Ya cuidaré yo de mantener los ojos abiertos". Con todo, llamó a sus criados y, después de darles cuenta de lo que le dijera la vieja, añadió:
- ¡Quién sabe qué treta prepara! Conviene precaverse. Vigilad, pues, y cuidad de que la muchacha no salga de mi habitación.
Al cerrar la noche, presentóse la hechicera con su hija, a la que dejó en brazos del príncipe. Entonces el largo se estiró en círculo en torno a los dos, y el gordo púsose en la puerta, tapándola de manera que no pudiese pasar por ella un alma viviente. La pareja permaneció sentada, sin que la muchacha pronunciase ni una sola palabra. Pero la luna, entrando por la ventana, iluminaba su maravillosa hermosura. El doncel no hacía sino contemplarla, extasiado de gozo y de amor, sin sentir el menor cansancio en los ojos. Duró la cosa hasta las once; pero entonces la bruja los hechizó a todos, de modo que se quedaron dormidos, y, en el acto, fue arrebatada la princesa.
Siguieron dormidos profundamente hasta las doce menos cuarto, en que, perdiendo el hechizo su fuerza, despertaron todos.
- ¡Qué terrible desgracia! - exclamó el hijo del Rey -. ¡Ahora sí que estoy perdido!
Sus fieles criados prorrumpieron también en lamentaciones; pero el del fino oído, dijo:
- ¡Callaos, que voy a escuchar! -. Y, al cabo de un momento de silencio -: Está en una roca, a trescientas horas de aquí, llorando su muerte. ¡Sólo tú puedes remediarlo, largo! Si te das prisa, en dos pasos estás allí.
- Sí - respondió el larguirucho -, pero el de la mirada intensa debe acompañarme, para hacer saltar la roca.
Subió el de los ojos vendados a hombros del largo, y en un santiamén estuvieron junto a la roca encantada. El largo quitó la venda de los ojos del otro, y bastó una mirada de éste para que la roca volara en mil pedazos. Cogió entonces el largo en brazos a la princesa, y en un instante la llevó al palacio. Luego volvió a recoger a su compañero, y antes de dar las doce se hallaban todos reunidos y de excelente humor. Al sonar las campanadas se presentó la vieja hechicera con semblante irónico, como diciendo: "¡Ya es mío!", convencida de que su hija se encontraba a trescientas horas de allí. Pero, al verla en brazos del príncipe, exclamó con acento de terror:
- ¡Éste es más poderoso que yo!
Pero ya no pudo objetar nada, y no tuvo más remedio que otorgarle a la muchacha. Sin embargo, dijo a ésta al oído:
- ¡Qué vergüenza para ti, tener que obedecer a gente ordinaria, sin poder elegir un marido de tu gusto!
Aquellas palabras excitaron la ira en el orgulloso corazón de la doncella, la cual no pensó ya sino en vengarse. Así, a la mañana siguiente mandó reunir trescientas cargas de leña, y dijo al príncipe que, si bien había efectuado los tres trabajos, no se casaría con él mientras alguien no se ofreciese a subirse a la pira y mantenerse en ella mientras ardiera. Ni por un momento imaginó que ninguno de sus criados quisiera morir abrasado por él, y sí, en cambio, que él mismo, por su amor, subiría a la hoguera. De esta forma moriría y la dejaría libre.
Pero los criados dijeron:
- Todos hemos contribuido en algo. Sólo el friolero no ha hecho nada. Ahora le toca a él - y, subiéndolo a la pira, prendieron fuego a la leña. Empezó ésta a arder, y siguió ardiendo por espacio de tres días, hasta que toda la madera quedó consumida. Y al extinguirse las llamas apareció el hombre entre las cenizas, tiritando como una hoja de árbol y diciendo:
- En mi vida había pasado tanto frío. ¡Si dura un poco más, me quedo helado!
Ya no había escapatoria, y la hermosa doncella no tuvo más remedio que aceptar por marido al desconocido joven. Cuando ya se dirigían a la iglesia, exclamó la vieja:
- ¡No puedo tolerar esta vergüenza! - y envió a su ejército con orden de aniquilar cuanto se opusiera a su paso y rescatar a la princesa.
Pero el del oído fino se había enterado de los secretos discursos de la vieja.
- ¿Qué hacemos? - preguntó el gordo. Y éste encontró pronto un remedio: Escupiendo detrás del coche parte del agua del mar que se había tragado, inmediatamente se formó un gran lago, en el que quedó detenido el ejército perseguidor, ahogándose en su totalidad. Al saberlo la hechicera, despachó a la caballería, pero el oidor, percibiendo el ruido de las armaduras, quitó la venda de los ojos de su compañero, el cual, con una sola mirada penetrante, hizo añicos toda la tropa, como si fuese de cristal. Ya pudieron seguir sin más estorbos y, una vez el cura hubo pronunciado su bendición sobre la pareja, los seis criados se despidieron, diciendo a su amo:
- Vuestros deseos han quedado cumplidos, y, puesto que ya no nos necesitáis, seguiremos nuestro camino en busca de fortuna.
A cosa de media hora del Palacio había una aldea, y en sus afueras, un porquerizo guardaba su manada. Al llegar cerca de allí, dijo el joven a su esposa:
- ¿Sabes quién soy? No soy un príncipe, sino un porquero, y aquel que guarda la manada es mi padre. Debemos ir a ayudarle en su trabajo.
Luego se apeó con ella en la posada y, en secreto, dijo a los dueños que durante la noche quitasen a la princesa sus vestidos reales. Al levantarse, a la mañana siguiente, la muchacha se encontró con que no tenía nada que ponerse, y la ventera le proporcionó una vieja falda y unas medias de lana, como si le hiciese un gran obsequio, diciéndole:
- Si no es por vuestro marido, no os habría dado nada.
Persuadida la princesa de que su esposo era realmente un porquerizo, lo ayudó a guardar el ganado, pensando: "Me lo tengo bien merecido, por insolente y orgullosa". Duró aquella situación ocho días, al cabo de los cuales la joven no podía ya resistir, pues tenía los pies completamente llagados. Llegaron entonces unas personas, que le preguntaron si sabía quién era su marido.
- Sí - respondió ella -, es el hijo del porquero, y acaba de salir para vender una pequeña partida de cintas y galones.
Dijéronle los forasteros:
- Venid con nosotros; os acompañaremos junto a él - y la condujeron al palacio. Al entrar la princesa en el salón, vio a su esposo en sus vestiduras reales. Pero no lo reconoció hasta que él, abrazándola y besándola, le dijo:
- Yo he sufrido mucho por ti -, por eso, también tú habías de sufrir algo por mí.
Celebróse entonces la boda, y... ¡no me hubiera gustado poco estar allí!
Vor Zeiten lebte eine alte Königin, die war eine Zauberin, und ihre Tochter war das schönste Mädchen unter der Sonne. Die Alte dachte aber auf nichts, als wie sie die Menschen ins Verderben locken könnte, und wenn ein Freier kam, so sprach sie, wer ihre Tochter haben wollte, müßte zuvor eine Aufgabe lösen, oder er müßte sterben. Viele waren von der Schönheit der Jungfrau verblendet und wagten es wohl, aber sie konnten nicht vollbringen, was die Alte ihnen auflegte, und dann war keine Gnade, sie mußten niederknien, und das Haupt ward ihnen abgeschlagen.
Ein Königssohn, der hatte auch von der großen Schönheit der Jungfrau gehört und sprach zu seinem Vater: "Laßt mich hinziehen, ich will um sie werben."
"Nimmermehr," antwortete der König, "gehst du fort, so gehst du in deinen Tod."
Da legte der Sohn sich nieder und ward sterbenskrank und lag sieben Jahre lang, und kein Arzt konnte ihm helfen. Als der Vater sah, daß keine Hoffnung mehr war, sprach er voll Herzenstraurigkeit zu ihm: "Zieh hin und versuche dein Glück, ich weiß dir sonst nicht zu helfen." Wie der Sohn das hörte, stand er auf von seinem Lager, ward gesund und machte sich fröhlich auf den Weg.
Es trug sich zu, als er über eine Heide zu reiten kam, daß er von weitem auf der Erde etwas liegen sah wie einen großen Heuhaufen, und wie er sich näherte, konnte er unterscheiden, daß es der Bauch eines Menschen war, der sich dahingestreckt hatte; der Bauch aber sah aus wie ein kleiner Berg. Der Dicke, wie er den Reisenden erblickte, richtete sich in die Höhe und sprach: "Wenn Ihr jemand braucht, so nehmt mich in Eure Dienste."
Der Königssohn antwortete: "Was soll ich mit einem so ungefügen Mann anfangen?"
"Oh," sprach der Dicke, "das will nichts sagen, wenn ich mich recht auseinander tue, bin ich noch dreitausendmal so dick."
"Wenn das ist," sagte der Königssohn, "so kann ich dich brauchen, komm mit mir."
Da ging der Dicke hinter dem Königssohn her, und über eine Weile fanden sie einen andern, der lag da auf der Erde und hatte das Ohr auf den Rasen gelegt. Fragte der Königssohn: "Was machst du da?"
"Ich horche," antwortete der Mann.
"Wonach horchst du so aufmerksam?"
"Ich horche nach dem, was eben in der Welt sich zuträgt, denn meinen Ohren entgeht nichts, das Gras sogar hör ich wachsen.
Fragte der Königssohn: "Sage mir, was hörst du am Hofe der alten Königin, welche die schöne Tochter hat?"
Da antwortete er: "Ich höre das Schwert sausen, das einem Freier den Kopf abschlägt." Der Königssohn sprach: "Ich kann dich brauchen, komm mit mir." Da zogen sie weiter und sahen einmal ein Paar Füße da liegen und auch etwas von den Beinen, aber das Ende konnten sie nicht sehen. Als sie eine gute Strecke fortgegangen waren, kamen sie zu dem Leib und endlich auch zu dem Kopf. "Ei," sprach der Königssohn, "was bist du für ein langer Strick!"
"Oh," antwortete der Lange, "das ist noch gar nichts, wenn ich meine Gliedmaßen erst recht ausstrecke, bin ich noch dreitausendmal so lang und bin größer als der höchste Berg auf Erden. Ich will Euch gerne dienen, wenn Ihr mich annehmen wollt."
"Komm mit," sprach der Königssohn, "ich kann dich brauchen."
Sie zogen weiter und fanden einen am Weg sitzen, der hatte die Augen zugebunden. Sprach der Königssohn zu ihm: "Hast du blöde Augen, daß du nicht in das Licht sehen kannst?"
"Nein," antwortete der Mann, "ich darf die Binde nicht abnehmen, denn was ich mit meinen Augen ansehe, das springt auseinander, so gewaltig ist mein Blick. Kann Euch das nützen, so will ich Euch gern dienen."
"Komm mit," antwortete der Königssohn, "ich kann dich brauchen." Sie zogen weiter und fanden einen Mann, der lag mitten im heißen Sonnenschein und zitterte und fror am ganzen Leibe, so daß ihm kein Glied stillstand. "Wie kannst du frieren?" sprach der Königssohn, "und die Sonne scheint so warm."
"Ach," antwortete der Mann, "meine Natur ist ganz anderer Art, je heißer es ist, desto mehr frier ich, und der Frost dringt mir durch alle Knochen. Und je kälter es ist, desto heißer wird mir. Mitten im Eis kann ich's vor Hitze und mitten im Feuer vor Kälte nicht aushalten."
"Du bist ein wunderlicher Kerl," sprach der Königssohn, "aber wenn du mir dienen willst, so komm mit." Nun zogen sie weiter und sahen einen Mann stehen, der machte einen langen Hals, schaute sich um und schaute über alle Berge hinaus. Sprach der Königssohn: "Wonach siehst du so eifrig?"
Der Mann antwortete: "Ich habe so helle Augen, daß ich über alle Wälder und Felder, Täler und Berge hinaus und durch die ganze Welt sehen kann." Der Königssohn sprach: "Willst du, so komm mit mir, denn so einer fehlte mir noch."
Nun zog der Königssohn mit seinen sechs Dienern in die Stadt ein, wo die alte Königin lebte. Er sagte nicht, wer er wäre, aber er sprach: "Wollt Ihr mir Eure schöne Tochter geben, so will ich vollbringen, was Ihr mir auferlegt." Die Zauberin freute sich, daß ein so schöner Jüngling wieder in ihre Netze fiel, und sprach: "Dreimal will ich dir eine Aufgabe aufgeben, lösest du sie jedesmal, so sollst du der Herr und Gemahl meiner Tochter werden."
"Was soll das erste sein?" fragte er.
"Daß du mir einen Ring herbeibringst, den ich ins Rote Meer habe fallen lassen." Da ging der Königssohn heim zu seinen Dienern und sprach: "Die erste Aufgabe ist nicht leicht, ein Ring soll aus dem Roten Meer geholt werden, nun schafft Rat." Da sprach der mit den hellen Augen: "Ich will sehen, wo er liegt," schaute in das Meer hinab und sagte: "Dort hängt er an einem spitzen Stein." Der Lange trug sie hin und sprach: "Ich wollte ihn wohl herausholen, wenn ich ihn nur sehen könnte."
"Wenn's weiter nichts ist," rief der Dicke, legte sich nieder und hielt seinen Mund ans Wasser. Da fielen die Wellen hinein wie in einen Abgrund, und er trank das ganze Meer aus, daß es trocken ward wie eine Wiese. Der Lange bückte sich ein wenig und holte den Ring mit der Hand heraus. Da ward der Königssohn froh, als er den Ring hatte, und brachte ihn der Alten.
Sie erstaunte und sprach: "Ja, es ist der rechte Ring. Die erste Aufgabe hast du glücklich gelöst, aber nun kommt die zweite. Siehst du, dort auf der Wiese vor meinem Schlosse, da weiden dreihundert fette Ochsen, die mußt du mit Haut und Haar, Knochen und Hörnern verzehren. Und unten im Keller liegen dreihundert Fässer Wein, die mußt du dazu austrinken, und bleibt von den Ochsen ein Haar und von dem Wein ein Tröpfchen übrig, so ist mir dein Leben verfallen."
Sprach der Königssohn: "Darf ich mir keine Gäste dazu laden? Ohne Gesellschaft schmeckt keine Mahlzeit."
Die Alte lachte boshaft und antwortete: "Einen darfst du dir dazu laden, damit du Gesellschaft hast, aber weiter keinen."
Da ging der Königssohn zu seinen Dienern und sprach zu dem Dicken: "Du sollst heute mein Gast sein und dich einmal satt essen." Da tat sich der Dicke voneinander und aß die dreihundert Ochsen, daß kein Haar übrigblieb, und fragte, ob weiter nichts als das Frühstück da wäre. Den Wein aber trank er gleich aus den Fässern, ohne daß er ein Glas nötig hatte, und trank den letzten Tropfen vom Nagel herunter.
Als die Mahlzeit zu Ende war, ging der Königssohn zur Alten und sagte ihr, die zweite Aufgabe wäre gelöst. Sie verwunderte sich und sprach: "So weit hat's noch keiner gebracht, aber es ist noch eine Aufgabe übrig," und dachte: Du sollst mir nicht entgehen und wirst deinen Kopf nicht oben behalten. "Heute abend," sprach sie, "bring ich meine Tochter zu dir in deine Kammer, und du sollst sie mit deinem Arm umschlingen. Und wenn ihr da beisammen sitzt, so hüte dich, daß du nicht einschläfst. Ich komme Schlag zwölf Uhr, und ist sie dann nicht mehr in deinen Armen, so hast du verloren." Der Königssohn dachte: Der Bund ist leicht, ich will wohl meine Augen offen behalten, doch rief er seine Diener, erzählte ihnen, was die Alte gesagt hatte, und sprach: "Wer weiß, was für eine List dahintersteckt, Vorsicht ist gut, haltet Wache und sorgt, daß die Jungfrau nicht wieder aus meiner Kammer kommt."
Als die Nacht einbrach, kam die Alte mit ihrer Tochter und führte sie in die Arme des Königssohns, und dann schlang sich der Lange um sie beide in einen Kreis, und der Dicke stellte sich vor die Türe, also daß keine lebendige Seele herein konnte. Da saßen sie beide, und die Jungfrau sprach kein Wort, aber der Mond schien durchs Fenster auf ihr Angesicht, daß er ihre wunderbare Schönheit sehen konnte. Er tat nichts als sie anschauen, war voll Freude und Liebe, und es kam keine Müdigkeit in seine Augen.
Das dauerte bis elf Uhr, da warf die Alte einen Zauber über alle, daß sie einschliefen, und in dem Augenblick war auch die Jungfrau entrückt.
Nun schliefen sie hart bis ein Viertel vor zwölf, da war der Zauber kraftlos, und sie erwachten alle wieder.
"O Jammer und Unglück," rief der Königssohn, "nun bin ich verloren!" Die treuen Diener fingen auch an zu klagen, aber der Horcher sprach: "Seid still, ich will horchen," da horchte er einen Augenblick, und dann sprach er: "Sie sitzt in einem Felsen dreihundert Stunden von hier und bejammert ihr Schicksal. Du allein kannst helfen, Langer, wenn du dich aufrichtest, so bist du mit ein paar Schritten dort."
"Ja," antwortete der Lange, "aber der mit den scharfen Augen muß mitgehen, damit wir den Felsen wegschaffen." Da huckte der Lange den mit den verbundenen Augen auf, und im Augenblick, wie man eine Hand umwendet, waren sie vor dem verwünschten Felsen. Alsbald nahm der Lange dem andern die Binde von den Augen, der sich nur umschaute, so zersprang der Felsen in tausend Stücke. Da nahm der Lange die Jungfrau auf den Arm, trug sie in einem Nu zurück, holte ebensoschnell auch noch seinen Kameraden, und eh es zwölfe schlug, saßen sie alle wieder wie vorher und waren munter und guter Dinge.
Als es zwölf schlug, kam die alte Zauberin herbeigeschlichen, machte ein höhnisches Gesicht, als wollte sie sagen: "Nun ist er mein," und glaubte, ihre Tochter säße dreihundert Stunden weit im Felsen. Als sie aber ihre Tochter in den Armen des Königssohns erblickte, erschrak sie und sprach: "Da ist einer, der kann mehr als ich." Aber sie durfte nichts einwenden und mußte ihm die Jungfrau zusagen. Da sprach sie ihr ins Ohr: "Schande für dich, daß du gemeinem Volk gehorchen sollst und dir einen Gemahl nicht nach deinem Gefallen wählen darfst."
Da ward das stolze Herz der Jungfrau mit Zorn erfüllt und sann auf Rache. Sie ließ am andern Morgen dreihundert Malter Holz zusammenfahren und sprach zu dem Königssohn, die drei Aufgaben wären gelöst, sie würde aber nicht eher seine Gemahlin werden, bis einer bereit wäre, sich mitten in das Holz zu setzen und das Feuer auszuhalten. Sie dachte, keiner seiner Diener würde sich für ihn verbrennen und aus Liebe zu ihr würde er selber sich hineinsetzen und dann wäre sie frei. Die Diener aber sprachen: "Wir haben alle etwas getan, nur der Frostige noch nicht, der muß auch daran," setzten ihn mitten auf den Holzstoß und steckten ihn an. Da begann das Feuer zu brennen und brannte drei Tage, bis alles Holz verzehrt war, und als die Flammen sich legten, stand der Frostige mitten in der Asche, zitterte wie ein Espenlaub und sprach: "Einen solchen Frost habe ich mein Lebtage nicht ausgehalten, und wenn er länger gedauert hätte, so wäre ich erstarrt."
Nun war keine Ausflucht mehr zu finden, die schöne Jungfrau mußte den unbekannten Jüngling zum Gemahl nehmen. Als sie aber nach der Kirche fuhren, sprach die Alte: "Ich kann die Schande nicht ertragen," und schickte ihr Kriegsvolk nach, das sollte alles niedermachen, was ihm vorkäme, und ihr die Tochter zurückbringen. Der Horcher aber hatte die Ohren gespitzt und die heimlichen Reden der Alten vernommen.
"Was fangen wir an?" sprach er zu dem Dicken, aber der wußte Rat, spie einmal oder zweimal hinter dem Wagen einen Teil von dem Meereswasser aus, das er getrunken hatte, da entstand ein großer See, worin die Kriegsvölker steckenblieben und ertranken. Als die Zauberin das vernahm, schickte sie ihre geharnischten Reiter, aber der Horcher hörte das Rasseln ihrer Rüstung und band dem einen die Augen auf, der guckte die Feinde ein bißchen scharf an, da sprangen sie auseinander wie Glas. Nun fuhren sie ungestört weiter, und als die beiden in der Kirche eingesegnet waren, nahmen die sechs Diener ihren Abschied und sprachen zu ihrem Herrn: "Eure Wünsche sind erfüllt. Ihr habt uns nicht mehr nötig, wir wollen weiter ziehen und unser Glück versuchen.
Eine halbe Stunde vor dem Schloß war ein Dorf, vor dem hütete ein Schweinehirt seine Herde. Wie sie dahin kamen, sprach er zu seiner Frau: "Weißt du auch recht, wer ich bin? Ich bin kein Königssohn, sondern ein Schweinehirt, und der mit der Herde dort, das ist mein Vater. Wir zwei müssen auch daran und ihm helfen hüten." Dann stieg er mit ihr in das Wirtshaus ab und sagte heimlich zu den Wirtsleuten, in der Nacht sollten sie ihr die königlichen Kleider wegnehmen. Wie sie nun am Morgen aufwachte, hatte sie nichts anzutun, und die Wirtin gab ihr einen alten Rock und ein Paar alte, wollene Strümpfe, dabei tat sie noch, als wär's ein großes Geschenk, und sprach: "Wenn nicht Eurer Mann wäre, hätt ich's Euch gar nicht gegeben." Da glaubte sie, er wäre wirklich ein Schweinehirt, und hütete mit ihm die Herde und dachte: Ich habe es verdient mit meinem Übermut und Stolz. Das dauerte acht Tage, da konnte sie es nicht mehr aushalten, denn die Füße waren ihr wund geworden. Da kamen ein paar Leute und fragten, ob sie wüßte, wer ihr Mann wäre.
"Ja," antwortete sie, "er ist ein Schweinehirt und ist eben ausgegangen, mit Bändern und Schnüren einen kleinen Handel zu treiben." Sie sprachen aber: "Kommt einmal mit, wir wollen Euch zu ihm hinführen," und brachten sie ins Schloß hinauf; und wie sie in den Saal kam, stand da ihr Mann in königlichen Kleidern. Sie erkannte ihn aber nicht, bis er ihr um den Hals fiel, sie küßte und sprach: "Ich habe so viel für dich gelitten, da hast du auch für mich leiden sollen." Nun ward erst die Hochzeit gefeiert, und der's erzählt hat, wollte, er wäre auch dabeigewesen.