Un comerciante tenía dos hijos, un niño y una niña, tan pequeños que todavía no andaban. Dos barcos suyos, ricamente cargados, se hicieron a la mar; contenían toda su fortuna, y cuando él pensaba realizar con aquel cargamento un gran beneficio, llególe la noticia de que habían naufragado, con lo cual, en vez de un hombre opulento, convirtióse en un pobre, sin más bienes que un campo en las afueras de la ciudad.
Con la idea de distraerse en lo posible de sus penas, salió un día a su terruño y, mientras paseaba de un extremo a otro, acercósele un hombrecillo negro y le preguntó el motivo de su tristeza, que no parecía sino que le iba el alma en ella. Respondióle el mercader:
- Te lo contaría si pudieses ayudarme a reparar la desgracia.
- ¡Quién sabe! - exclamó el enano negro -. Tal vez me sea posible ayudarte.
Entonces el mercader le dijo que toda su fortuna se había perdido en el mar y que ya no le quedaba sino aquel campo.
- No te apures - díjole el hombrecillo -. Si me prometes que dentro de doce años me traerás aquí lo primero que te toque la pierna cuando regreses ahora a tu casa, tendrás todo el dinero que quieras.
Pensó el comerciante: "¿Qué otra cosa puede ser, sino mi perro?", sin acordarse ni por un instante de su hijito, por lo cual aceptó la condición del enano, suscribiéndola y sellándola.
Al entrar en su casa, su pequeño sintióse tan contento de verlo, que, apoyándose en los bancos, consiguió llegar hasta él y se le agarró a la pierna. Espantóse el padre, pues, recordando su promesa, dióse ahora cuenta del compromiso contraído. Pero al no encontrar dinero en ningún cajón ni caja, pensó que todo habría sido una broma del hombrecillo negro. Al cabo de un mes, al bajar a la bodega en busca de metal viejo para venderlo, encontró un gran montón de dinero. Púsose el hombre de buen humor, empezó a comprar, convirtiéndose en un comerciante más acaudalado que antes y se olvidó de todas sus preocupaciones.
Mientras tanto, el niño había crecido y se mostraba muy inteligente y bien dispuesto. A medida que transcurrían los años crecía la angustia del padre, hasta el extremo de que se le reflejaba en el rostro. Un día le preguntó el niño la causa de su desazón, y aunque el padre se resistió a confesarla, insistió tanto el hijo que, finalmente, le dijo que, sin saber lo que hacía, lo había prometido a un hombrecillo negro a cambio de una cantidad de dinero; y cuando cumpliese los doce años vencía el plazo y tendría que entregárselo, pues así lo había firmado y sellado. Respondióle el niño:
- No os aflijáis por esto, padre; todo se arreglará. El negro no tiene ningún poder sobre mí.
El hijo pidió al señor cura le diese su bendición, y, cuando sonó la hora, se encaminaron juntos al campo, donde el muchachito, describiendo un círculo en el suelo, situóse en su interior con su padre. Presentóse a poco el hombrecillo y dijo al viejo:
- ¿Me has traído lo que prometiste?
El hombre no respondió, mientras el hijo preguntaba:
- ¿Qué buscas tú aquí?
A lo que replicó el negro:
- Es con tu padre con quien hablo, no contigo.
Pero el muchacho replicó:
- Engañaste y sedujiste a mi padre -, dame el contrato.
- No - respondió el enano -, yo no renuncio a mi derecho.
Tras una larga discusión, convinieron, finalmente, en que el hijo, puesto que ya no pertenecía a su padre, sino al diablo, embarcaría en un barquito anclado en un río que corría hacia el mar; el padre empujaría la embarcación hacia el centro de la corriente y abandonaría al niño a su merced. Despidióse el niño de su padre y subió al barquichuelo, y su propio padre tuvo que impulsarlo con el pie. Volcó el barco, quedando con la quilla para arriba y la cubierta en el agua. El padre, creyendo que su hijo se había ahogado, regresó tristemente a su casa y lo lloró durante largo tiempo.
Pero el barquito no se había hundido, sino que siguió flotando suavemente, con el mocito a bordo, hasta que, al fin, quedó varado en una orilla desconocida. Desembarcó el muchacho, y, viendo un hermoso palacio, encaminóse a él sin vacilar. Pero al pasar la puerta vio que era un castillo encantado. Recorrió todas las salas, mas todas estaban desiertas, excepto la última, donde había una serpiente enroscada. La serpiente era, a su vez, una doncella encantada que, al verlo, dio señales de gran alegría y le dijo:
- ¿Has llegado, libertador mío? Durante doce años te he estado esperando; este reino está hechizado y tú debes redimirlo.
- ¿Y cómo puedo hacerlo? - preguntó él.
- Esta noche comparecerán doce hombres negros, que llevan cadenas colgando, y te preguntarán el motivo de tu presencia aquí; tú debes mantenerte callado, sin responderles, dejando que hagan contigo lo que quieran. Te atormentarán, golpearán y pincharán, tú, aguanta, pero no hables, a las doce se marcharán. La segunda noche vendrán otros doce, y la tercera, veinticuatro, y te cortarán la cabeza; pero a las doce su poder se habrá terminado, y si para entonces tú has resistido y no has pronunciado una sola palabra, yo quedaré desencantada. Vendré con un frasco de agua de vida, te rociaré con ella y quedarás vivo y sano como antes.
- Te rescataré gustoso - respondió él.
Y todo sucedió tal y como se le había predicho. Los hombres negros no pudieron arrancarle una sola palabra, y la tercera noche la serpiente se transformó en una hermosa princesa que, provista del agua de vida, acudió a resucitarlo. Luego, arrojándose a su cuello, lo besó, y el júbilo y la alegría se esparcieron por todo el palacio. Casáronse, y el muchacho convirtióse en rey de la montaña de oro.
Al cabo de un tiempo de vida feliz, la reina dio a luz un hermoso niño. Cuando habían transcurrido ya ocho años, el joven se acordó de su padre y le entró el deseo de ir a verlo a su casa. La Reina no quería dejarlo partir, diciendo:
- Sé que será mi desgracia - pero él no la dejó en paz hasta haber conseguido su asentimiento. Al despedirlo, ella le dio un anillo mágico y le dijo:
- Llévate esta sortija y póntela en el dedo; con ella podrás trasladarte adonde quieras; únicamente has de prometerme que no la utilizarás para hacer que yo vaya a la casa de tu padre.
Prometióselo él y, poniéndose el anillo en el dedo, pidió encontrarse en las afueras de la ciudad donde su padre residía. En el mismo momento estuvo allí y se dispuso a entrar en la población; pero al llegar a la puerta, detuviéronle los centinelas por verle ataviado con vestidos extraños, aunque ricos y magníficos. Subió entonces a la cima de un monte, en la que un pastor guardaba su rebaño; cambió con él sus ropas y, vistiendo la zamarra del pastor, pudo entrar en la ciudad sin ser molestado. Presentóse en la casa de su padre y se dio a conocer, pero el hombre se negó a prestarle crédito, diciéndole que, si bien era verdad que había tenido un hijo, había muerto muchos años atrás; con todo, como veía que se trataba de un pobre pastor, le ofreció un plato de comida. Entonces, el mozo dijo a sus padres:
- Es verdad que soy vuestro hijo. ¿No sabéis de alguna señal en mi cuerpo por la que pudierais reconocerme?
- Sí - respondió la madre -, nuestro hijo tenía un lunar en forma de frambuesa debajo del brazo derecho.
Apartóse él la camisa, y al ver el lunar en el sitio indicado, dejaron ya de dudar de que tenían consigo a su hijo. Contóles él entonces que era rey de la montaña de oro, que su esposa era una princesa y que tenían un hermoso hijito de siete años. Dijo entonces la madre:
- ¡Esto sí que no lo creo! ¡Vaya un rey, que se presenta vestido de pastor!
Irritado el hijo, sin acordarse de su promesa, dio la vuelta al anillo, conjurando a su esposa y a su hijo a que compareciesen, y en el mismo momento se presentaron los dos: la Reina, llorando y lamentándose, y acusándolo de haber quebrantado su palabra y haberla hecho a ella desgraciada.
Respondióle él:
- Lo hice impremeditadamente y sin mala intención - y trató de disculparse y persuadirla. Ella simuló ceder a sus excusas, pero ya el rencor anidaba en su alma.
Condujo a su esposa a las afueras de la ciudad y le mostró el río en el que había sido lanzado el barquito; luego le dijo:
- Estoy cansado; siéntate, quiero dormir un poco sobre tu regazo.
Apoyó en él la cabeza, y la Reina lo estuvo acariciando hasta que se durmió. Quitóle entonces el anillo del dedo y, retirando el pie de debajo de él, descalzóse y dejó la chinela; luego cogió en brazos a su hijito y pidió volver a su reino. Al despertar, el Rey encontróse completamente abandonado; su esposa e hijo habían desaparecido, así como el anillo de su dedo, no quedándole más que la chinela como prenda.
"A la casa de mis padres no puedo volver - pensó -, dirían que soy brujo; no tengo más solución que ponerme en camino y seguir hasta que llegue a mis dominios". Partió, pues, y, al fin, se encontró en una montaña donde había tres gigantes que disputaban acaloradamente porque no lograban ponerse de acuerdo sobre la manera de repartiese la herencia de su padre. Al verlo pasar de largo, lo llamaron y, diciendo que los hombres pequeños eran de inteligencia avispada, lo invitaron a actuar de árbitro en el reparto. La herencia se componía de una espada que, cuando uno la blandía y gritaba: "¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!", en un abrir y cerrar de ojos, decapitaba a todo bicho viviente; en segundo lugar, de una túnica que hacía invisible a quien la llevaba; y, en tercero, de un par de botas que llevaban en un instante, a quien se las ponía, al lugar que deseaba. Dijo el Rey:
- Dadme los tres objetos, pues he de examinarlos para ver si se hallan en buen estado,
Alargáronle la túnica y, no bien se la hubo puesto, desapareció, convertido en una mosca. Recuperando su figura propia, dijo:
- La túnica está bien; venga ahora la espada.
Pero los otros replicaron:
- ¡Ah, no! No te la damos. Sólo con que dijeses: "¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!", quedaríamos decapitados, y sólo tú quedarías con vida.
No obstante, al fin se avinieron a entregársela a condición de que la probase en un árbol. Hízolo así, y la espada cortó el tronco a cercén como si fuese una paja. Quiso entonces examinar las botas, pero los gigantes se opusieron:
- No, no te las damos. Si, cuando las tengas puestas, te da por trasladarte a la cima de la montaña, nosotros nos quedaríamos sin nada.
- No - les dijo -, no lo haré.
Y le dejaron las botas. Ya en posesión de las tres piezas, y no pensando más que en su esposa y su hijo, díjose para sus adentros: "¡Ah, si pudiese encontrarme en la montaña de oro!", e, inmediatamente, desapareció de la vista de los tres gigantes, con lo cual quedó resuelto el pleito del reparto de la herencia.
Al llegar el Rey al palacio notó que había en él gran alborozo; sonaban violines y flautas, y la gente le dijo que la Reina se disponía a celebrar su boda con un segundo marido. Encolerizado, exclamó:
- ¡Pérfida! ¡Me ha engañado; me abandonó mientras dormía!
Y poniéndose la túnica, penetró en el palacio sin ser visto de nadie. Al entrar en la gran sala vio una enorme mesa servida con deliciosas viandas; los invitados comían y bebían entre risas y bromas, mientras la Reina, sentada en el lugar de honor, en un trono real, aparecía magníficamente ataviada, con la corona en la cabeza. Él fue a colocarse detrás de su esposa sin que nadie lo viese, y, cuando le pusieron en el plato un pedazo de carne, se lo quitó y se lo comió, y cuando le llenaron la copa de vino, cogióla también y se la bebió; y a pesar de que la servían una y otra vez, se quedaba siempre sin nada, pues platos y copas desaparecían instantáneamente. Apenada y avergonzada, levantóse y, retirándose a su aposento, se echó a llorar, pero él la siguió. Dijo entonces la mujer:
- ¿Es que me domina el diablo, y jamás vendrá mi salvador?
Él, pegándole entonces en la cara, replicó:
- ¿Acaso no vino tu salvador? ¡Está aquí, mujer falaz! ¿Merecía yo este trato?
Y, haciéndose visible, entró en la sala gritando:
- ¡No hay boda; el rey legítimo ha regresado!
Los reyes, príncipes y consejeros allí reunidos empezaron a escarnecerlo y burlarse de él; pero el muchacho, sin gastar muchas palabras, gritó:
-¿Queréis marchamos o no?
Y, viendo que se aprestaban a sujetarlo y acometerle, desenvainando la espada, dijo:
- ¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!
Y todas las cabezas rodaron por tierra, y entonces él, dueño de la situación, volvió a ser el rey de la montaña de oro.
Ein Kaufmann, der hatte zwei Kinder, einen Buben und ein Mädchen, die waren beide noch klein und konnten noch nicht laufen. Es gingen aber zwei reichbeladene Schiffe von ihm auf dem Meer, und sein ganzes Vermögen war darin, und wie er meinte, dadurch viel Geld zu gewinnen, kam die Nachricht, sie wären versunken. Da war er nun statt eines reichen Mannes ein armer Mann und hatte nichts mehr übrig als einen Acker vor der Stadt. Um sich sein Unglück ein wenig aus den Gedanken zu schlagen, ging er hinaus auf den Acker, und wie er da so auf und ab ging, stand auf einmal ein kleines schwarzes Männchen neben ihm und fragte, warum er so traurig wäre und was er sich so sehr zu Herzen nähme. Da sprach der Kaufmann: "Wenn du mir helfen könntest, wollt ich es dir wohl sagen." - "Wer weiß," antwortete das schwarze Männchen, "vielleicht helf ich dir." Da erzählte der Kaufmann, daß ihm sein ganzer Reichtum auf dem Meere zugrunde gegangen wäre, und hätte er nichts mehr übrig als diesen Acker. "Bekümmere dich nicht," sagte das Männchen, "wenn du mir versprichst, das, was dir zu Haus am ersten widers Bein stößt, in zwölf Jahren hierher auf den Platz zu bringen, sollst du Geld haben, soviel du willst." Der Kaufmann dachte: Was kann das anders sein als mein Hund? Aber an seinen kleinen Jungen dachte er nicht und sagte ja, gab dem schwarzen Mann Handschrift und Siegel darüber und ging nach Haus.
Als er nach Haus kam, da freute sich sein kleiner Junge so sehr darüber, daß er sich an den Bänken hielt, zu ihm herbeiwackelte und ihn an den Beinen festpackte. Da erschrak der Vater, denn es fiel ihm sein Versprechen ein, und er wußte nun, was er verschrieben hatte. Weil er aber immer noch kein Geld in seinen Kisten und Kasten fand, dachte er, es wäre nur ein Spaß von dem Männchen gewesen. Einen Monat nachher ging er auf den Boden und wollte altes Zinn zusammensuchen und verkaufen, da sah er einen großen Haufen Geld liegen. Nun war er wieder guter Dinge, kaufte ein, ward ein größerer Kaufmann als vorher und ließ Gott einen guten Mann sein. Unterdessen ward der Junge groß und dabei klug und gescheit. Je näher aber die zwölf Jahre herbeikamen, je sorgenvoller ward der Kaufmann, so daß man ihm die Angst im Gesichte sehen konnte. Da fragte ihn der Sohn einmal, was ihm fehlte. Der Vater wollte es nicht sagen, aber jener hielt so lange an, bis er ihm endlich sagte, er hätte ihn, ohne zu wissen, was er verspräche, einem schwarzen Männchen zugesagt und vieles Geld dafür bekommen. Er hätte seine Handschrift mit Siegel darüber gegeben, und nun müßte er ihn, wenn zwölf Jahre herum wären, ausliefern. Da sprach der Sohn: "O Vater, laßt Euch nicht bang sein, das soll schon gut werden, der Schwarze hat keine Macht über mich."
Der Sohn ließ sich von dem Geistlichen segnen, und als die Stunde kam, gingen sie zusammen hinaus auf den Acker, und der Sohn machte einen Kreis und stellte sich mit seinem Vater hinein. Da kam das schwarze Männchen und sprach zu dem Alten: "Hast du mitgebracht, was du mir versprochen hast?" Er schwieg still, aber der Sohn fragte: "Was willst du hier?" Da sagte das schwarze Männchen: "Ich habe mit deinem Vater zu sprechen und nicht mit dir." Der Sohn antwortete: "Du hast meinen Vater betrogen und verführt, gib die Handschrift heraus!" - "Nein," sagte das schwarze Männchen, "mein Recht geb ich nicht auf." Da redeten sie noch lange miteinander, endlich wurden sie einig, der Sohn, weil er dem Erbfeind und nicht mehr seinem Vater zugehörte, sollte sich in ein Schiffchen setzen, das auf einem hinabwärts fließenden Wasser stände, und der Vater sollte es mit seinem eigenen Fuß fortstoßen, und dann sollte der Sohn dem Wasser überlassen bleiben. Da nahm er Abschied von seinem Vater, setzte sich in ein Schiffchen, und der Vater mußte es mit seinem eigenen Fuß fortstoßen. Das Schiffchen schlug um, so daß der unterste Teil oben war, die Decke aber im Wasser; und der Vater glaubte, sein Sohn wäre verloren, ging heim und trauerte um ihn.
Das Schiffchen aber versank nicht, sondern floß ruhig fort, und der Jüngling saß sicher darin, und so floß es lange, bis es endlich an einem unbekannten Ufer festsitzen blieb. Da stieg er ans Land, sah ein schönes Schloß vor sich liegen und ging darauf los. Wie er aber hineintrat, war es verwünscht. Er ging durch alle Zimmer, aber sie waren leer, bis er in die letzte Kammer kam, da lag eine Schlange darin und ringelte sich. Die Schlange aber war eine verwünschte Jungfrau, die freute sich, wie sie ihn sah, und sprach zu ihm: "Kommst du, mein Erlöser? Auf dich habe ich schon zwölf Jahre gewartet; dies Reich ist verwünscht, und du mußt es erlösen." - "Wie kann ich das?" fragte er. "Heute nacht kommen zwölf schwarze Männer, die mit Ketten behangen sind, die werden dich fragen, was du hier machst, da schweig aber still und gib ihnen keine Antwort, und laß sie mit dir machen, was sie wollen. Sie werden dich quälen, schlagen und stechen, laß alles geschehen, nur rede nicht; um zwölf Uhr müssen sie wieder fort. Und in der zweiten Nacht werden wieder zwölf andere kommen, in der dritten vierundzwanzig, die werden dir den Kopf abhauen; aber um zwölf Uhr ist ihre Macht vorbei, und wenn du dann ausgehalten und kein Wörtchen gesprochen hast, so bin ich erlöst. Ich komme zu dir, und habe in einer Flasche das Wasser des Lebens, damit bestreiche ich dich, und dann bist du wieder lebendig und gesund wie zuvor." Da sprach er: "Gerne will ich dich erlösen." Es geschah nun alles so, wie sie gesagt hatte. Die schwarzen Männer konnten ihm kein Wort abzwingen, und in der dritten Nacht ward die Schlange zu einer schönen Königstochter, die kam mit dem Wasser des Lebens und machte ihn wieder lebendig. Und dann fiel sie ihm um den Hals und küßte ihn, und war Jubel und Freude im ganzen Schloß. Da wurde ihre Hochzeit gehalten, und er war König vom goldenen Berge.
Also lebten sie vergnügt zusammen, und die Königin gebar einen schönen Knaben. Acht Jahre waren schon herum, da fiel ihm sein Vater ein und sein Herz ward bewegt, und er wünschte ihn einmal heimzusuchen. Die Königin wollte ihn aber nicht fortlassen und sagte: "Ich weiß schon, daß es mein Unglück ist," er ließ ihr aber keine Ruhe, bis sie einwilligte. Beim Abschied gab sie ihm noch einen Wünschring und sprach: "Nimm diesen Ring und steck ihn an deinen Finger, so wirst du alsbald dahin versetzt, wo du dich hinwünschest, nur mußt du mir versprechen, daß du ihn nicht gebrauchst, mich von hier weg zu deinem Vater zu wünschen." Er versprach ihr das, steckte den Ring an seinen Finger und wünschte sich heim vor die Stadt, wo sein Vater lebte. Im Augenblick befand er sich auch dort und wollte in die Stadt. Wie er aber vors Tor kam, wollten ihn die Schildwachen nicht einlassen, weil er seltsame und doch so reiche und prächtige Kleider anhatte. Da ging er auf einen Berg, wo ein Schäfer hütete, tauschte mit diesem die Kleider, zog den alten Schäferrock an und ging also ungestört in die Stadt ein. Als er zu seinem Vater kam, gab er sich zu erkennen, der aber glaubte nimmermehr, daß es sein Sohn wäre, und sagte, er hätte zwar einen Sohn gehabt, der wäre aber längst tot; doch weil er sähe, daß er ein armer dürftiger Schäfer wäre, so wollte er ihm einen Teller voll zu essen geben. Da sprach der Schäfer zu seinen Eltern: "Ich bin wahrhaftig euer Sohn, wißt ihr kein Mal an meinem Leibe, woran ihr mich erkennen könnt?" - "Ja," sagte die Mutter, "unser Sohn hatte eine Himbeere unter dem rechten Arm." Er streifte das Hemd zurück, da sahen sie die Himbeere unter seinem rechten Arm und zweifelten nicht mehr, daß es ihr Sohn wäre. Darauf erzählte er ihnen, er wäre König vom goldenen Berge, und eine Königstochter wäre seine Gemahlin, und sie hätten einen schönen Sohn von sieben Jahren. Da sprach der Vater: "Nun und nimmermehr ist das wahr! Das ist mir ein schöner König, der in einem zerlumpten Schäferrock hergeht!" Da ward der Sohn zornig und drehte, ohne an sein Versprechen zu denken, den Ring herum und wünschte beide, seine Gemahlin und sein Kind, zu sich. In dem Augenblick waren sie auch da, aber die Königin, die klagte und weinte und sagte, er hätte sein Wort gebrochen und sie unglücklich gemacht. Er sagte: "Ich habe es unachtsam getan und nicht mit bösem Willen," und redete ihr zu; sie stellte sich auch, als gäbe sie nach, aber sie hatte Böses im Sinn.
Da führte er sie hinaus vor die Stadt auf den Acker und zeigte ihr das Wasser, wo das Schiffchen war abgestoßen worden, und sprach dann: "Ich bin müde, setze dich nieder, ich will ein wenig auf deinem Schoß schlafen." Da legte er seinen Kopf auf ihren Schoß, und sie lauste ihn ein wenig, bis er einschlief. Als er eingeschlafen war, zog sie erst den Ring von seinem Finger, dann zog sie den Fuß unter ihm weg und ließ nur den Toffel zurück; hierauf nahm sie ihr Kind in den Arm und wünschte sich wieder in ihr Königreich. Als er aufwachte, lag er da ganz verlassen, und seine Gemahlin und das Kind waren fort und der Ring vom Finger auch, nur der Toffel stand noch da zum Wahrzeichen. Nach Haus zu deinen Eltern kannst du nicht wieder gehen, dachte er, die würden sagen, du wärst ein Hexenmeister, du willst aufpacken und gehen, bis du in dein Königreich kommst. Also ging er fort und kam endlich zu einem Berg, vor dem drei Riesen standen und miteinander stritten, weil sie nicht wußten, wie sie ihres Vaters Erbe teilen sollten. Als sie ihn vorbeigehen sahen, riefen sie ihn an und sagten, kleine Menschen hätten klugen Sinn, er sollte ihnen die Erbschaft verteilen. Die Erbschaft aber bestand aus einem Degen, wenn einer den in die Hand nahm und sprach: "Köpf alle runter, nur meiner nicht!" so lagen alle Köpfe auf der Erde; zweitens aus einem Mantel, wer den anzog, war unsichtbar; drittens aus einem Paar Stiefel, wenn man die angezogen hatte und sich wohin wünschte, so war man im Augenblick dort. Er sagte: "Gebt mir die drei Stücke, damit ich probieren könnte, ob sie noch in gutem Stande sind!" Da gaben sie ihm den Mantel, und als er ihn umgehängt hatte, war er unsichtbar und war in eine Fliege verwandelt. Dann nahm er wieder seine Gestalt an und sprach: "Der Mantel ist gut, nun gebt mir das Schwert!" Sie sagten: "Nein, das geben wir nicht! Wenn du sagtest: Köpf alle runter, nur meiner nicht, so wären unsere Köpfe alle herab und du allein hättest den deinigen noch." Doch gaben sie es ihm unter der Bedingung, daß er's an einem Baum probieren sollte. Das tat er, und das Schwert zerschnitt den Stamm eines Baumes wie einen Strohhalm. Nun wollt er noch die Stiefel haben, sie sprachen aber: "Nein, die geben wir nicht weg, wenn du sie angezogen hättest und wünschtest dich oben auf den Berg, so stünden wir da unten und hätten nichts!" - "Nein," sprach er, "das will ich nicht tun." Da gaben sie ihm auch die Stiefel. Wie er nun alle drei Stücke hatte, so dachte er an nichts als an seine Frau und sein Kind und sprach so vor sich hin: "Ach, wäre ich auf dem goldenen Berg," und alsbald verschwand er vor den Augen der Riesen, und war also ihr Erbe geteilt. Als er nah beim Schloß war, hörte er Freudengeschrei, Geigen und Flöten, und die Leute sagten ihm, seine Gemahlin feiere ihre Hochzeit mit einem andern. Da ward er zornig und sprach: "Die Falsche, sie hat mich betrogen und mich verlassen, als ich eingeschlafen war." Da hing er seinen Mantel um und ging unsichtbar ins Schloß hinein. Als er in den Saal eintrat, war da eine große Tafel mit köstlichen Speisen besetzt, und die Gäste aßen und tranken und scherzten. Sie aber saß in der Mitte, in prächtigen Kleidern auf einem königlichen Sessel und hatte die Krone auf dem Haupt. Er stellte sich hinter sie und niemand sah ihn. Wenn sie ihr ein Stück Fleisch auf den Teller legten, nahm er es weg und aß es; und wenn sie ihr ein Glas Wein einschenkten, nahm er's weg und trank's aus; sie gaben ihr immer, und sie hatte doch immer nichts, denn Teller und Glas verschwand augenblicklich. Da ward sie bestürzt und schämte sie sich, stand auf und ging in ihre Kammer und weinte, er aber ging hinter ihr her. Da sprach sie: "Ist denn der Teufel über mir, oder kam mein Erlöser nie?" Da schlug er ihr ins Angesicht und sagte: "Kam dein Erlöser nie? Er ist über dir, du Betrügerin! Habe ich das an dir verdient?" Da machte er sich sichtbar, ging in den Saal und rief: "Die Hochzeit ist aus, der wahre König ist gekommen!" Die Könige, Fürsten und Räte, die da versammelt waren, höhnten und verlachten ihn. Er gab aber kurze Worte und sprach: "Wollt ihr hinaus oder nicht?" Da wollen sie ihn fangen und drangen auf ihn ein, aber er zog sein Schwert und sprach: "Köpf alle runter, nur meiner nicht!" Da rollten alle Köpfe zur Erde, und er war allein der Herr und war wieder König vom goldenen Berge.