Juan con suerte


Hans im Glück


Juan había servido siete años a su amo, y le dijo:
- Mi amo, he terminado mi tiempo, y quisiera volverme a casa, con mi madre. Pagadme mi soldada.
Respondióle el amo:
- Me has servido fiel y honradamente; el premio estará a la altura del servicio - y le dio un pedazo de oro tan grande como la cabeza de Juan. Sacó éste su pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino de su casa. Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo, que avanzaba alegremente a un trote ligero.
- ¡Ay! - exclamó Juan en alta voz -, ¡qué cosa más hermosa es ir a caballo! Va uno como sentado en una silla, no tropieza contra las piedras ni se estropea las botas, y adelanta sin darse cuenta.
Oyólo el jinete y, deteniendo el caballo, le dijo:
- Oye, Juan, ¿por qué vas a pie?
- ¡Qué remedio me queda! - respondió el mozo -. He de llevar este terrón a casa; cierto que es de oro, pero no me deja ir con la cabeza derecha, y me pesa en el hombro.
- ¿Sabes qué? - díjole el caballero -. Vamos a cambiar; yo te doy el caballo, y tú me das tu terrón.
- ¡De mil amores! - exclamó Juan -. Pero tendréis que llevarlo a cuestas, os lo advierto.
Apeóse el jinete, cogió el oro y, ayudando a Juan a montar, púsole las riendas en la mano y le dijo:
- Si quieres que corra, no tienes sino chasquear la lengua y gritar "¡hop, hop!".
Juan no cabía en sí de contento al verse encaramado en su caballo, trotando tan libre y holgadamente. Al cabo de un ratito ocurriósele que podía acelerar la marcha, y se puso a chasquear la lengua y gritar "¡hop, hop!". El caballo empezó a trotar, y antes de que Juan pudiera darse cuenta, había sido despedido de la montura y se encontraba tendido en la zanja que separaba los campos de la carretera. El caballo se habría escapado, de no haberlo detenido un campesino que acertaba a pasar por allí conduciendo una vaca. Juan se incorporó como pudo, se sacudió y, muy mohíno, dijo al labrador:
- Esto del montar tiene bromas muy pesadas, sobre todo con un jamelgo como éste, que te echa por la borda con peligro de romperte la crisma. Por nada del mundo volveré a montarlo. Vuestra vaca sí que es buen animal; uno puede caminar tranquilamente detrás de ella, y, además, te da leche, mantequilla y queso cada día. ¡Qué no daría yo por tener una vaca así!
- Pues bien - respondió el campesino -, si tanto te gusta, estoy dispuesto a cambiártela por el caballo.
Juan aceptó encantado el trato, y el labriego, subiendo a su montura, se alejó a toda prisa.
Entretanto, Juan, guiando su vaca, ponderaba el buen negocio que acababa de realizar: "Si tengo un pedazo de pan, y mucho será que llegue a faltarme, podré siempre acompañarlo de mantequilla y queso; y cuando tenga sed, ordeñaré la vaca y beberé leche. ¿Qué más puedes apetecer, corazón mío?". Hizo alto en la primera hospedería que encontró, y se comió alegremente las provisiones que le quedaban, rociándolas con medio vaso de cerveza, que pagó con los pocos cuartos que llevaba en el bolsillo. Luego prosiguió su ruta, conduciendo la vaca, hacia el pueblo de su madre. Se acercaba el mediodía; el calor hacíase sofocante, y Juan se encontró en un erial que no se podía pasar en menos de una hora. Tan intenso era el bochorno, que de sed se le pegaba la lengua al paladar. "Esto tiene remedio - pensó Juan -; ordeñaré la vaca, y la leche me refrescará".
Atóla al tronco seco de un árbol, y, como no tenía ningún cubo, puso su gorra de cuero para recoger la leche; pero por más que se esforzó no pudo hacer salir ni una gota. Y como lo hacía con tanta torpeza, el animal, impacientándose al fin, pególe en la cabeza una patada tal que lo tiró rodando por el suelo y lo dejó un rato sin sentido. Por fortuna acertó a pasar por allí un carnicero, que transportaba un cerdo joven en un carretón.
- ¡Vaya bromitas! - exclamó, ayudando a Juan a levantarse.
Explicóle éste su percance, y el otro, alargándole su bota, le dijo:
- Bebe un trago para reponerte. Esta vaca seguramente no dará leche, pues es vieja; a lo sumo, servirá para tirar de una carreta o para ir al matadero.
- ¡Ésa sí que es buena! - exclamó Juan, tirándose de los pelos -. ¿Quién iba a pensarlo? Para uno que estuviera en su casa, no vendría mal matar un animal así, con la cantidad de carne que tiene. Pero a mí no me dice gran cosa la carne de vaca; la encuentro insípida. Un buen cerdo como el vuestro es otra cosa. ¡Esto sí que sabe bien, y, además, las salchichas!
- Oye, Juan - dijo el carnicero -; estoy dispuesto, para hacerte un favor, a cambiarte el cerdo por la vaca.
- Dios os premie vuestra bondad - respondió Juan, y, entregándole la vaca, el otro descargó del carretón el cochino, y le puso en la mano la cuerda que lo ataba.
Siguió Juan andando, contentísimo por lo bien que se iban colmando sus deseos; apenas le salía torcida una cosa, en un santiamén le quedaba enderezada. Más adelante se le juntó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca blanca.
Después de darse los buenos días, Juan se puso a contar al otro la suerte que había tenido y lo afortunado que había estado en sus cambios sucesivos. El chico le dio cuenta, a su vez, de que llevaba la oca para una comida de bautizo.
- Sopésala - prosiguió, sosteniéndola por las alas -; mira lo hermosa que está; la estuvimos cebando durante ocho semanas. Al que coma de este asado le chorreará la grasa por ambos lados de la boca.
- Sí - dijo Juan, sopesando el animal con una mano -, tiene su peso; pero tampoco mi cerdo es grano de anís.
Entretanto, el muchacho, que no cesaba de mirar a todas partes, con aire preocupado, dijo:
- Óyeme, mucho me temo que con tu cerdo las cosas no estén como Dios manda. En el último pueblo por el que he pasado acababan de robar un cerdo del establo del alcalde; y no me extrañaría que fuese el que tú llevas. Han despachado gente en su busca, y mal negocio harías si te atrapasen con él; por contento podrías darte si te saliese una temporada a la sombra.
El buenazo de Juan sintió miedo:
- ¡Dios mío! - exclamó, y, dirigiéndose al muchacho, le dijo -: Sácame de este apuro; tú sabes más que yo de todo esto. Quédate con el cerdo, y dame, en cambio, la oca.
- Mucho es el riesgo que corro - respondió el mozo, pero no puedo permitir que te ocurra una desgracia por mi culpa.
Y, asiendo de la cuerda, alejóse rápidamente con el cerdo, por un estrecho camino, mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo. "Si bien lo pienso - iba diciéndose -, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses; y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada, en la que dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!".
Al pasar por el último pueblo topóse con un afilador que iba con su torno y, haciendo rechinar la rueda, cantaba:
"Afilo tijeras con gran ligereza;
donde sopla el viento, allá voy sin pereza".
Quedóse Juan parado contemplándolo; al cabo, se le acercó y le dijo:
- Os deben de ir muy bien las cosas, pues estáis muy contento mientras le dais a la rueda.
- Sí - respondióle el afilador -, este oficio tiene un fondo de oro. Un buen afilador, siempre que se mete la mano en el bolsillo la saca con dinero. Pero, ¿dónde has comprado esa hermosa oca?
- No la compré, sino que la cambié por un cerdo.
- ¿Y el cerdo?
- Di una vaca por él.
- ¿Y la vaca?
- Me la dieron a cambio de un caballo.
- ¿Y el caballo?
- ¡Oh!, el caballo lo compré por un trozo de oro tan grande como mi cabeza.
- ¿Y el oro?
- Pues era mi salario de siete años.
- Pues ya te digo yo que has sabido salir ganando con cada cambio - dijo el afilador -. Ya sólo te falta hallar la manera de que cada día, al levantarte, oigas sonar el dinero en el bolsillo, y tu fortuna será completa.
- ¿Y cómo se logra eso? - preguntó Juan.
- Pues haciéndote afilador, como yo; para lo cual, en realidad, no se necesita más que tener un mollejón; lo otro viene por sí mismo. Yo tengo uno que, a la verdad, está algo averiado, pero, vaya, me avendría a cedértelo a cambio de la oca. ¿Qué dices a esto?
- ¿Y me lo preguntáis? - respondió Juan -. Haríais de mí el hombre más feliz de la tierra. Teniendo dinero cada vez que meta la mano en el bolsillo, ¿de qué habré de preocuparme ya? - y, tendiéndole la oca, se quedó con el mollejón. El afilador, cogiendo del suelo un guijarro muy pesado, le dijo:
- Además, te doy esta buena piedra; podrás golpear sobre ella para enderezar los clavos viejos y torcidos. Llévatela y guárdala cuidadosamente.
Cargó Juan con la piedra, y reemprendió su camino con el corazón rebosante de alegría: "¡bien se ve que he nacido con buena estrella! - exclamó -, pues veo colmados todos mis deseos, como si tuviese el don de la adivinación". Entretanto, empezó a sentirse fatigado, pues venía andando desde la madrugada; además, lo acuciaba el hambre, ya que en su momento de optimismo, cuando el negocio de la vaca, había liquidado todas sus provisiones. Finalmente, ya no pudo avanzar sino con enorme esfuerzo, deteniéndose a cada momento; sin contar que las piedras le pesaban lo suyo. No podía alejar de sí el pensamiento de lo agradable que habría sido para él no tener que llevarlas.
Avanzando como un caracol, arrastróse hasta una fuente, con la idea de descansar junto a ella y beber un buen trago de agua fresca. Para no estropear las piedras al sentarse, las puso cuidadosamente sobre el borde; luego, al agacharse para beber, hizo un falso movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo. Juan, al ver que se hundían en el agua, pegó un brinco de alegría y, arrodillándose, dio gracias a Dios, con lágrimas en los ojos, por haberle concedido aquella última gracia, y haberlo librado de un modo tan sencillo, sin remordimiento para él, de las dos pesadísimas piedras que tanto le estorbaban.
- ¡En el mundo entero no hay un hombre más afortunado que yo! - exclamó entusiasmado. Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta, no parando ya hasta llegar a casa de su madre.
Hans hatte sieben Jahre bei seinem Herrn gedient, da sprach er zu ihm 'Herr, meine Zeit ist herum, nun wollte ich gerne wieder heim zu meiner Mutter, gebt mir meinen Lohn.' Der Herr antwortete 'du hast mir treu und ehrlich gedient, wie der Dienst war, so soll der Lohn sein,' und gab ihm ein Stück Gold, das so groß als Hansens Kopf war. Hans zog ein Tüchlein aus der Tasche, wickelte den Klumpen hinein, setzte ihn auf die Schulter und machte sich auf den Weg nach Haus. Wie er so dahinging und immer ein Bein vor das andere setzte, kam ihm ein Reiter in die Augen, der frisch und fröhlich auf einem muntern Pferd vorbeitrabte. 'Ach,' sprach Hans ganz laut, 'was ist das Reiten ein schönes Ding! da sitzt einer wie auf einem Stuhl, stößt sich an keinen Stein, spart die Schuh, und kommt fort, er weiß nicht wie.' Der Reiter, der das gehört hatte, hielt an und rief 'ei, Hans, warum laufst du auch zu Fuß?' 'Ich muß ja wohl,' antwortete er, 'da habe ich einen Klumpen heim zu tragen: es ist zwar Gold, aber ich kann den Kopf dabei nicht gerad halten, auch drückt mirs auf die Schulter.' 'Weißt du was,' sagte der Reiter, 'wir wollen tauschen: ich gebe dir mein Pferd, und du gibst mir deinen Klumpen.' 'Von Herzen gern,' sprach Hans, 'aber ich sage Euch, Ihr müßt Euch damit schleppen.' Der Reiter stieg ab, nahm das Gold und half dem Hans hinauf, gab ihm die Zügel fest in die Hände und sprach 'wenns nun recht geschwind soll gehen, so mußt du mit der Zunge schnalzen und hopp hopp rufen.'
Hans war seelenfroh, als er auf dem Pferde saß und so frank und frei dahinritt. Über ein Weilchen fiels ihm ein, es sollte noch schneller gehen, und fing an mit der Zunge zu schnalzen und hopp hopp zu rufen. Das Pferd setzte sich in starken Trab, und ehe sichs Hans versah' war er abgeworfen und lag in einem Graben, der die Äcker von der Landstraße trennte. Das Pferd wäre auch durchgegangen, wenn es nicht ein Bauer auf gehalten hätte, der des Weges kam und eine Kuh vor sich hertrieb. Hans suchte seine Glieder zusammen und machte sich wieder auf die Beine. Er war aber verdrießlich und sprach zu dem Bauer 'es ist ein schlechter Spaß, das Reiten, zumal, wenn man auf so eine Mähre gerät, wie diese, die stößt und einen herabwirft, daß man den Hals brechen kann; ich setze mich nun und nimmermehr wieder auf. Da lob ich mir Eure Kuh, da kann einer mit Gemächlichkeit hinterhergehen, und hat obendrein seine Milch, Butter und Käse jeden Tag gewiß. Was gäb ich darum, wenn ich so eine Kuh hätte!' 'Nun,' sprach der Bauer, 'geschieht Euch so ein großer Gefallen, so will ich Euch wohl die Kuh für das Pferd vertauschen.' Hans willigte mit tausend Freuden ein: der Bauer schwang sich aufs Pferd und ritt eilig davon.
Hans trieb seine Kuh ruhig vor sich her und bedachte den glücklichen Handel. 'Hab ich nur ein Stück Brot, und daran wird mirs noch nicht fehlen, so kann ich, sooft mirs beliebe, Butter und Käse dazu essen; hab ich Durst, so melk ich meine Kuh und trinke Milch. Herz, was verlangst du mehr?' Als er zu einem Wirtshaus kam, machte er halt, aß in der großen Freude alles, was er bei sich hatte, sein Mittags- und Abendbrot, rein auf, und ließ sich für seine letzten paar Heller ein halbes Glas Bier einschenken. Dann trieb er seine Kuh weiter, immer nach dem Dorfe seiner Mutter zu. Die Hitze ward drückender, je näher der Mittag kam, und Hans befand sich in einer Heide, die wohl noch eine Stunde dauerte. Da ward es ihm ganz heiß, so daß ihm vor Durst die Zunge am Gaumen klebte. 'Dem Ding ist zu helfen'' dachte Hans, 'jetzt will ich meine Kuh melken und mich an der Milch laben.' Er band sie an einen dürren Baum, und da er keinen Eimer hatte, so stellte er seine Ledermütze unter, aber wie er sich auch bemühte, es kam kein Tropfen Milch zum Vorschein. Und weil er sich ungeschickt dabei anstellte, so gab ihm das ungeduldige Tier endlich mit einem der Hinterfüße einen solchen Schlag vor den Kopf, daß er zu Boden taumelte und eine Zeitlang sich gar nicht besinnen konnte, wo er war. Glücklicherweise kam gerade ein Metzger des Weges, der auf einem Schuhkarren ein junges Schwein liegen hatte. 'Was sind das für Streiche!' rief er und half dem guten Hans auf. Hans erzählte, was vorgefallen war. Der Metzger reichte ihm seine Flasche und sprach 'da trinkt einmal und erholt Euch. Die Kuh will wohl keine Milch geben, das ist ein altes Tier, das höchstens noch zum Ziehen taugt oder zum Schlachten.' 'Ei, ei,' sprach Hans und strich sich die Haare über den Kopf, 'wer hätte das gedacht! es ist freilich gut, wenn man so ein Tier ins Haus abschlachten kann, was gibts für Fleisch! aber ich mache mir aus dem Kuhfleisch nicht viel, es ist mir nicht saftig genug. Ja, wer so ein junges Schwein hätte! das schmeckt anders, dabei noch die Würste.' 'Hört, Hans,' sprach da der Metzger, 'Euch zuliebe will ich tauschen und will Euch das Schwein für die Kuh lassen.' 'Gott lohn Euch Eure Freundschaft,' sprach Hans, übergab ihm die Kuh, ließ sich das Schweinchen vom Karren losmachen und den Strick, woran es gebunden war, in die Hand geben.
Hans zog weiter und überdachte, wie ihm doch alles nach Wunsch ginge, begegnete ihm ja eine Verdrießlichkeit, so würde sie doch gleich wieder gutgemacht. Es gesellte sich danach ein Bursch zu ihm, der trug eine schöne weiße Gans unter dem Arm. Sie boten einander die Zeit, und Hans fing an, von seinem Glück zu erzählen, und wie er immer so vorteilhaft getauscht hätte. Der Bursch erzählte ihm, daß er die Gans zu einem Kindtaufschmaus brächte. 'Hebt einmal,' fuhr er fort und packte sie bei den Flügeln, 'wie schwer sie ist, die ist aber auch acht Wochen lang genudelt worden. Wer in den Braten beißt, muß sich das Fett von beiden Seiten abwischen.' 'Ja,' sprach Hans, und wog sie mit der einen Hand, 'die hat ihr Gewicht, aber mein Schwein ist auch keine Sau.' Indessen sah sich der Bursch nach allen Seiten ganz bedenklich um, schüttelte auch wohl mit dem Kopf. 'Hört,' fing er darauf an, 'mit Eurem Schweine mags nicht ganz richtig sein. In dem Dorfe, durch das ich gekommen bin, ist eben dem Schulzen eins aus dem Stall gestohlen worden. Ich fürchte, ich fürchte, Ihr habts da in der Hand. Sie haben Leute ausgeschickt, und es wäre ein schlimmer Handel, wenn sie Euch mit dem Schwein erwischten: das Geringste ist, daß Ihr ins finstere Loch gesteckt werdet.' Dem guten Hans ward bang, 'ach Gott,' sprach er, 'helft mir aus der Not, Ihr wißt hier herum bessern Bescheid, nehmt mein Schwein da und laßt mir Eure Gans.' 'Ich muß schon etwas aufs Spiel setzen,' antwortete der Bursche, 'aber ich will doch nicht schuld sein, daß Ihr ins Unglück geratet.' Er nahm also das Seil in die Hand und trieb das Schwein schnell auf einen Seitenweg fort: der gute Hans aber ging, seiner Sorgen entledigt, mit der Gans unter dem Arme der Heimat zu. 'Wenn ichs recht überlege,' sprach er mit sich selbst, 'habe ich noch Vorteil bei dem Tausch: erstlich den guten Braten, hernach die Menge von Fett, die herausträu feln wird, das gibt Gänsefettbrot auf ein Vierteljahr, und endlich die schönen weißen Federn, die laß ich mir in mein Kopfkissen stopfen, und darauf will ich wohl ungewiegt einschlafen. Was wird meine Mutter eine Freude haben!'
Als er durch das letzte Dorf gekommen war, stand da ein Scherenschleifer mit seinem Karren, sein Rad schnurrte, und er sang dazu.
'ich schleife die Schere und drehe geschwind,
und hänge mein Mäntelchen nach dem Wind.'
Hans blieb stehen und sah ihm zu; endlich redete er ihn an und sprach 'Euch gehts wohl, weil Ihr so lustig bei Eurem Schleifen seid.' 'Ja,' antwortete der Scherenschleifer, 'das Handwerk hat einen güldenen Boden. Ein rechter Schleifer ist ein Mann, der, sooft er in die Tasche greift, auch Geld darin findet. Aber wo habt Ihr die schöne Gans gekauft?' 'Die hab ich nicht gekauft, sondern für mein Schwein eingetauscht.' 'Und das Schwein?' 'Das hab ich für eine Kuh gekriegt.' 'Und die Kuh?' 'Die hab ich für ein Pferd bekommen.' 'Und das Pferd?' 'Dafür hab ich
einen Klumpen Gold, so groß als mein Kopf, gegeben.' 'Und das Gold?' 'Ei, das war mein Lohn für sieben Jahre Dienst.' 'Ihr habt Euch jederzeit zu helfen gewußt,' sprach der Schleifer, 'könnt Ihrs nun dahin bringen, daß Ihr das Geld in der Tasche springen hört, wenn Ihr aufsteht, so habt Ihr Euer Glück gemacht.' 'Wie soll ich das anfangen?' sprach Hans. 'Ihr müßt ein Schleifer werden wie ich; dazu gehört eigentlich nichts als ein Wetzstein, das andere findet sich schon von selbst. Da hab ich einen, der ist zwar ein wenig schadhaft, dafür sollt Ihr mir aber auch weiter nichts als Eure Gans geben; wollt Ihr das?' 'Wie könnt Ihr noch fragen,' antwortete Hans, 'ich werde ja zum glücklichsten Menschen auf Erden; habe ich Geld, sooft ich in die Tasche greife, was brauche ich da länger zu sorgen?' reichte ihm die Gans hin, und nahm den Wetzstein in Empfang. 'Nun,' sprach der Schleifer und hob einen gewöhnlichen schweren Feldstein, der neben ihm lag, auf, 'da habt Ihr noch einen tüchtigen Stein dazu, auf dem sichs gut schlagen läßt und Ihr Eure alten Nägel gerade klopfen könnt. Nehmt ihn und hebt ihn ordendich auf.'
Hans lud den Stein auf und ging mit vergnügtem Herzen weiter; seine Augen leuchteten vor Freude, 'ich muß in einer Glückshaut geboren sein,' rief er aus 'alles, was ich wünsche, trifft mir ein, wie einem Sonntagskind.' Indessen, weil er seit Tagesanbruch auf den Beinen gewesen war, begann er müde zu werden; auch plagte ihn der Hunger, da er allen Vorrat auf einmal in der Freude über die erhandelte Kuh aufgezehrt hatte. Er konnte endlich nur mit Mühe weitergehen und mußte jeden Augenblick halt machen; dabei drückten ihn die Steine ganz erbärmlich. Da konnte er sich des Gedankens nicht erwehren, wie gut es wäre, wenn er sie gerade jetzt nicht zu tragen brauchte. Wie eine Schnecke kam er zu einem Feldbrunnen geschlichen, wollte da ruhen und sich mit einem frischen Trunk laben: damit er aber die Steine im Niedersitzen nicht beschädigte, legte er sie bedächtig neben sich auf den Rand des Brunnens. Darauf setzte er sich nieder und wollte sich zum Trinken bücken, da versah ers, stieß ein klein wenig an, und beide Steine plumpten hinab. Hans, als er sie mit seinen Augen in die Tiefe hatte versinken sehen, sprang vor Freuden auf, kniete dann nieder und dankte Gott mit Tränen in den Augen, daß er ihm auch diese Gnade noch erwiesen und ihn auf eine so gute Art, und ohne daß er sich einen Vorwurf zu machen brauchte, von den schweren Steinen befreit hätte, die ihm allein noch hinderlich gewesen wären. 'So glücklich wie ich,' rief er aus, 'gibt es keinen Menschen unter der Sonne.' Mit leichtem Herzen und frei von aller Last sprang er nun fort, bis er daheim bei seiner Mutter war.